sábado, 4 de febrero de 2017

ESA PUTA TAN DISTINGUIDA


Hay novelas que te trasladan de manera ácida a las razones que subyacen en la vida de un ser humano, mientras otras, como en la que nos detenemos, que las encuentras de manera más amable. Es lo que ha venido a ocurrirme con Esa puta tan distinguida, la última novela de Juan Marsé. Y no es que en Marsé no falten en esta obra esas gotas de mirada ácida e irónica del pasado, pero tengo la sensación que lo hace con más sutileza a como es habitual en él.
Jugar con la memoria es a veces una tentación, porque a menudo se ensalza lo superfluo y nos quedamos con la espuma en vez de lo sustancial. Nuestra memoria histórica adolece de ello, y más en estos tiempos en que hemos rebuscado en ese pasado, unas veces para encontrar la paz y la justicia tan necesarias, mientras que otras para regodearnos inútilmente en el sufrimiento.
En 1949 ocurría un crimen en la cabina de un cine de barrio, el cine Delicias. la prostituta Carolina Bruil era estrangulada a manos del proyeccionista Fermín Sicart, con quien mantenía frecuentes relaciones, utilizando un trozo de celuloide. Treinta años después, 1982, el escritor acepta el encargo de escribir un guión para una película sobre este asesinato.
En Esa puta tan distinguida, Marsé juega con la desmemoria del asesino para decirnos lo frágil que es la memoria individual y colectiva. Esa desmemoria que tantas veces es tan voluntaria como acción deshonesta. Utilizada por el ser humano con el firme propósito para encubrir la falsedad y aligerar su culpa. Olvidarse del pasado intencionadamente es parte de la miseria humana, fingir que no nos acordamos de algo es parte de la indecencia conque asumimos convertirnos con frecuencia en perfectos sepulcros blanqueados.
La desmemoria de Fermín Sicart no ayudó mucho, ni antes al juez que juzgó aquel asesinato, ni a Marsé en los continuas entrevistas que mantienen, para encontrar las razones de aquel asesinato. Al escritor llegará la versión de un Sicart anciano, castigado por lo caótico de su vida treinta años después, así como por la crueldad a que lo sometieron los experimentos psiquiátricos de aquel tiempo de la dictadura. Un anciano que “parecía una reliquia de la España triste, remendada y presumidita de la posguerra” y que, cumplida su condena y saldada su cuenta con la sociedad, hablará en casa del escritor para casi no decirle nada del porqué cometió aquel crimen.
El relato que construye Sicart en las entrevistas está plagado de invenciones, inexactitudes, suposiciones y poco más, que no interesan al escritor para su guión. Porque, a pesar de las presiones del director y el productor para que escribiera un guión superfluo y morboso sobre el crimen, lo que le interesa a él es conocer qué razones se escondían en la mente de aquel hombre capaz de dar el paso para asesinar a la persona que con su compañía, conversación y contacto sexual paliaba la tristeza en que se desenvolvía su vida, y en la que no faltaban los traumas del pasado (hijo de una prostituta).
No falta en la novela la fina ironía de Marsé para abordar esta historia, a la que acompaña el desenvolvimiento, las ocurrencias y el desenfado de su asistenta: la inefable Felisa. Personaje que juega a ser un poco el alter ego del propio escritor, con su “melena corta y negra como ala de cuervo, misteriosamente juvenil”, de “carita aniñada y llena de arrugas” y “esa mirada burlona y falaz”.
Esa puta tan distinguida, con su mirada serena y escrutadora, no dejará de bucear con la maestría a que acostumbra Marsé en el universo íntimo de las hostilidades y las miserias humanas.