miércoles, 27 de marzo de 2019

RESEÑA DE 'CAE LA IRA' EN WADIAS


Cae La Ira

de Antonio Lara Ramos
Francisco Hernández Cruz

El pasado mes de noviembre, en plena septena de la “Virgen” mi buen amigo Antonio Lara volvió a visitarnos, concretamente en la Escuela de Arte, para presentarnos una nueva novela, Cae ia ira, publicada por Ediciones Esdrújula, colección “Sístole”, 27, de Granada. Edición más que válida, por los estilos utilizados, que dotan al texto de una mayor facilidad de lectura. Estructurada en tres partes (El viaje, La represalia y Cae la ira), divididas todas en capitulillos sin numerar, pero separados con espacio superior al normal.

En esta nueva entrega de su ya tan dilatada obra regresa a los inicios, la novela histórica. Pero ahora lo hace centrando la acción no en la República y consiguiente conflicto bélico, sino en aquellos dificilísimos años, más conocidos por años del hambre, de la inmediata postguerra, la década de los cuarenta del pasado siglo, recién terminada la Guerra Civil. Ya dijo el estudioso que lo peor de esta es que los contrarios, vencedores y vencidos, permanecen en el mismo país, a diferencia de las otras contiendas en las que, al finalizar, cada adversario regresa a su origen respectivo. Este permanecer en el mismo lugar provoca situaciones que llevan el enfrentamiento más allá del final bélico, incluso a la enconada rivalidad personal, porque, como advirtió el bueno de Feijoo en su Teatro crítico, “Apenas hay hombre que no tenga algo de bueno, ni hombre que no tenga algo de malo; hombre sin algún defecto, será milagro; hombre sin alguna virtud, será un monstruo”. Y estas irrefutables afirmaciones conllevan situaciones de represalia, desquites y venganzas, por un lado, y miedos, silencios y padecimientos, de otro, que difícilmente se olvidan en la inmediatez del cada día… Y este daño moral, e incluso físico, que recibe la humanidad es inversamente proporcional al medio en que habita: cuanto más pequeña sea la población, mucho más enconada y persistente es la situación, en tanto la gran ciudad la va diluyendo, poco a poco, consecuencia de la falta de roce diario de sus habitantes. Pues bien, esta es la acción, ¡tan comprometida!, que desarrolla Cae La Ira, con valentía y verdad expositiva.
Narrada en primera persona, por boca del segundo de los vástagos varones de una familia numerosa (matrimonio y cinco hijos), con baja, por no decir con ausencia total, de cultura, solo con la popular que concede la experiencia vital de una aldea rural jienense, Noalejo, de aquellos tiempos.
El padre, Pablo Alcalá, “desde niño no se ilustró en otra cosa que no fueran las labores del campo y la manera de soportar las jornadas de sol a sol, sin que mermara la ilusión por hacer algo grande algún día”. Con tan pocas palabras, el autor nos refleja las dos características fundamentales de su persona: resignación y firmeza ante el duro trabajo, y esperanza en un futuro mejor. Ante la necesidad imperiosa de dar el sustento a tan numerosa prole, se ve contrabandeando por un espacio conocido: el que le lleva desde su Noalejo hasta Bailén, y regreso. El tabaco en cuestión, adquirido en la vega granadina y secado en la casucha que habitaban, daba para ir tirando una temporadita, siempre que no fuera requisado por la Guardia Civil, que, como bien conocemos, era una de las misiones que tenía encomendada, si no la más importante. Para evitar su presencia, el viaje se hace fuera de los caminos usuales, a través de veredas por los montes y sierras, deteniéndose únicamente lo imprescindible para que descanse la burra y “estirar los pies”. Se sabe enfermo. Ante la imposibilidad de “hacer algo grande” por sí mismo, decide lo logre su hijo, Pablo también: que ingrese en la Guardia Civil, a pesar del convencimiento comunista que tenía, y consciente del gran impedimento que ello implicaba. Tiene fe ciega en dos influencias (enchufes, vulgarmente): su alcalde y el capitán de la Guardia Civil de Bailén, que es familia de una prima retirada de su mujer. Este es, a mi entender, el “meollo” de la novela: un hombre honrado que, pese al trato recibido por la “vida”, no pierde su confianza en ella y, como tantos y tantos andaluces que conozco, “quiere lo mejor” para su hijo; en este caso, que disponga de un trabajo y salario fijos. No logrará su objetivo. “Estaba tan delgado como un junco y al andar se le veía medio doblado” (82) y además, el campo, la fabricación de jabón en la casa, para vender, y el tabaco, provocan una tos que se hace crónica, lleva a una tuberculosis y, sin dinero, a la muerte prematura.
Por boca de la madre, sabemos “Que los pobres siempre tenemos la ruina encima” (75) y se trata, según su segundo hijo, Mariano, de una “Mujer sosegada, parsimoniosa hasta la desesperación -y un poco tartaja-, con más temple que mi papa, ponía en aquella casa la dosis de sentido común que a otros miembros de la familia les faltaba” (86). Como en el caso anterior, ¡qué pocas palabras precisa el autor para una acertada descripción! Junto a su marido conforma un matrimonio sin fisuras. Ambos se apoyan siempre, hasta en las dificultades más “preocupantes” del momento:
“-A ver si van a venir [la Guardia Civil] a disponer en nuestra casa. Que cada uno gobierne la suya, nosotros sabemos lo que tenemos que hacer con nuestros hijos” (90).
Tan unida está a su esposo, que, con su falta, al poco le sigue, sin que enfermedad aparente le afecte…
Los hijos, interiormente, son dignos neófitos de sus padres y, aunque los tiempos cambian, sabemos que dos, nacidos entre Pablo y Mariano, fallecieron. Antonia, la mayor de las hijas, desde los doce años anda sirviendo en casas de ricos, y ahora se encuentra en la capital. Pablo, el varón mayor, siete años más que Mariano, el que cuenta la historia, “ahora andaba leyendo unos libros muy gordos porque quería ser guardia civil” (15), posteriormente les recitará de memoria al resto de la familia los conocimientos adquiridos. Mariano, de entre once y doce años, aunque ha dejado de ir a la escuela de don Florencio, posee una inteligencia innata. Sabe comprender las situaciones, tanto infantiles como entre mayores y, en consecuencia, actuar: calla cuando interesa, y está dispuesto a defender a su familia, con todas las fuerzas de que dispone, pensamiento incluido. Josefa, unos meses menor, se escapó de la muerte, años atrás, gracias a la actuación del médico, don Pedro Anaya, que “Debió mandarle algo milagroso: unas pastillas y mucho caldo de gallina” (16). “A la niña se le abrieron las ganas de comer. En una semana estuvo otra vez como era ella: nerviosa y dispuesta para todo”. “De ahí vino la confianza hacia don Pedro. Pero también en lo que se brindó con mi hermano mayor cuando empezó lo de su interés por ser guardia civil” (17). Solo resta el menor, Rafael, que “tenía un pie ladeado. Dicen que nació así, pero yo creo que fue de cuando le dieron unas fiebres” (15).
Dos hechos luctuosos impiden los anhelos de padre e hijo respecto a la Guardia Civil. El ajusticiamiento del tío José, que, como toda la familia, tenía vínculos con el partido comunista, y el asesinato de don Pedro Anaya, médico y alcalde del pueblo. Por aquella vinculación familiar, el comandante de puesto, sargento Barrientos, se niega a dar curso a la solicitud, a pesar del capitán Sánchez, pariente de… Y, con la muerte de don Pedro, el nuevo alcalde y Jefe Local del Movimiento rechaza otorgar el Certificado de Buena Conducta… Queda frustrada toda intentona.
Estos hechos, acaecidos en un espacio muy concreto (círculo que abarca Bailén, Noalejo, Campo Cámara y Huelma), definido con exactitud, sobre todo las veredas del viaje de la primera parte, junto con los detalles narrados -aquí, por supuesto no están todos- conforman un todo (cronotopo, se empeñan en llamar estudiosos actuales) compacto y cerrado que da idea fidedigna de una situación y hechos de aquella España de la postguerra que ojalá no se repitan jamás.

domingo, 13 de enero de 2019

EL TIEMPO ES UN LEÓN DE MONTAÑA



Una invitación para viajar a la orilla del tiempo*

ANTONIO LARA RAMOS
Escritor, novelista y ensayista (Granada-España)


Trinidad Gan
El tiempo es un león de montaña
Visor Libros (2018)
XX Premio de Poesía Generación del 27

Trinidad Gan (Granada, 1960) ha publicado varios libros de poesía: Las señas del pirata (Cuadernos del Vigía, 1999); Fin de Fuga (Visor, 2008), que obtuvo el XX Premio de Poesía Ciudad de Cáceres; Caja de fotos (Renacimiento, 2009), XII Premio “Surcos de poesía”; y Papel ceniza (Valparaíso Ediciones, 2014). Ahora nos presenta su último trabajo, El tiempo es un león de montaña (Visor Libros, 2018), XX Premio de Poesía Generación del 27.
Con la madurez que se aprecia en su poesía, lo primero que hace la autora en El tiempo es un león de montaña es invitarnos a viajar y ponernos en camino. Para ello elige una ruta, “Carretera 50”, y como si hiciera un ejercicio mentor acuna su invitación para que así podamos encarrilar mejor este viaje por semejante carretera inhóspita hacia un tiempo en fuga, cuando no detenido a orillas del silencio.
Sin importar la incomodidad del camino, ni los obstáculos, ni ese momento tan peligroso entre dos luces en que se convierte el atardecer, cuando más fácilmente asalta la confusión a nuestros ojos cansados, nos pone en marcha. No obstante los riesgos de este trayecto no exento de nostalgia, merece la pena emprenderlo, porque solo la nostalgia nos predispone para acopiar las fuerzas necesarias si no queremos desistir en su emprendimiento. Y así es como se entrecruzan vidas, otras vidas, que también buscan, anhelan, cómo vivir.
El tiempo es un león de montaña es un viaje por el tiempo, el mismo que todos emprendemos, aunque a veces sea a ninguna parte. Ese tiempo, inflexible a la vez que balsámico, dispuesto a intervenir en los aconteceres de nuestra vida de ese mundo desmemoriado que nos persigue. Para ello, el continuo implacable que lo caracteriza es proyectado por su autora metafóricamente en cada uno de los poemas que configuran este libro.
El poemario se inicia con un primer poema a modo de prefacio, el citado “Carretera 50”, para a reglón seguido dividirse en tres partes, como símbolo del viaje personal que cada cual acometemos: “Noticia del león en las ciudades”, “Reflejos en un ojo felino” y “Dentro de mí, la fiera”. En cada una de ellas, Trinidad Gan hace una propuesta distinta bajo una misma inercia: la búsqueda del tiempo que se fue y el que vendrá, el mismo que se nos escapa de las manos y que marca nuestros ritmos de existencia, presto a “alborotarme todos los recuerdos”.
En los trece poemas de la primera parte el león anda suelto por las ciudades (“Sospechan que el león bajó de la montaña”), ciudades de todas partes, hasta hacerlas inhóspitas, apremiadas por la sinrazón, convirtiéndolas en tristes y afectadas por la barbarie: “El hombre, como dice la leyenda: / ese raro animal que desconoce / todo aquello que no puede nombrar”. Y luego, esos reflejos en el ojo de un felino que como destellos de nuestra propia sombra saltan a los ojos del lector para estimular su existencia: “Palabra en tránsito: / el latido del tren / tensa mis letras”. Finalmente, en la tercera parte, “Dentro de mí, la fiera”, otros trece poemas nos atisban la bestia que salta dentro de nosotros, esa fiera que llevamos dentro, a veces indómita, en ocasiones sintiéndonos arrinconados por las obsesiones que nos persiguen: “¿O tal vez era sólo ella misma / ese animal mojado que parecía cercarla”.
El poemario es un trasiego que conduce hacia el momento en que el león en la montaña termina atrapando a su víctima indefensa: “ponía sólo en mí su mirada de intriga, / la fijeza letal de unos ojos selváticos”, hasta que “al fin me dio caza”. Así, paso a paso, con la maestría con que lo hace su autora, con versos que avivan rescoldos interiores de modo subyugante.
No sé, como dice Trinidad Gan, si iniciar este viaje tendrá sus riesgos, pero viajar a través de los versos de El tiempo es un león de montaña es suficiente para provocar el efecto de sentir que el recorrido será compartido entre ella y nosotros, como la búsqueda continuada a que nos somete nuestra propia existencia. Estimula apreciar el componente narrativo del lenguaje, cómo se articula la poesía en este poemario hasta el punto de que su lectura alcanza la perfecta simbiosis entre narración y lírica, algo que la propia autora justifica muy pronto al elogiar lo imperfecto que está en nosotros, de modo que nos “roce su trazo de belleza, irremisiblemente humano”.
Nos enfrentamos, por tanto, a un poemario al que debemos acudir para escarbar en los riesgos de vivir, en la acuciante necesidad de ser como almas que navegamos sin rumbo ante una realidad incómoda e inundada por la vocación de huir hacia un destino que tal vez no llegue demasiado lejos. Así, de ese modo, como Trinidad Gan nos transmite, con la duda alentada más allá de cualquier certeza.
* Reseña publicada en Álabe. Revista de la Red Internacional de Universidades Lectoras, nº 19, enero-julio, 2019


martes, 8 de enero de 2019

Y A PESAR DE LA NIEBLA



Goya Gutiérrez (Cabolafuente, Zaragoza, 1954) ha publicado varios libros de poesía: De mares y espuma (La mano en el cajón, 2001); La mirada y el viaje (Emboscall, 2004); El cantar de los amantes (Emboscall, 2016); Ánforas (Devenir, 2009); Hacia lo abierto (Barcelona, 2011) y Grietas de luz (Vaso Roto, 2015). Ahora nos presenta su último trabajo: Y a pesar de la niebla (In-Verso, 2018).
Con la madurez que mana de su poesía, Goya Gutiérrez inicia el poemario diciendo: “Desnúdate de sauce, de sus lánguidas ramas, y viste de saúco, de todos sus brebajes / en el hervor del tiempo, sobre el papel en blanco”, como si pretendiera, al igual que el árbol del que se obtiene la medicina diaforética, librarnos de prejuicios y malestares, y que nos dispongamos sin ambages a disfrutar de su poesía.
Y a pesar de la niebla es un viaje por los interiores más recónditos que nos resultan  imposibles eludir porque sobre ellos terminamos construyendo lo que somos. Ahí están presentes los recuerdos de todo tiempo dispuestos a intervenir en los aconteceres de nuestra vida, como si nos dirigiéramos hacia el oleaje de vivencias ubicadas en el tiempo y en el espacio, a las que siempre recurrir: una habitación, las tardes, el eco de los túneles, el flujo de la lluvia…, allí donde los recuerdos nos hablen.
El poemario se divide en tres partes: “No dejes”, “Recuerdos como objetos redondos” y “Y a pesar de la niebla”. En cada una de ellas, Goya Gutiérrez hace una propuesta distinta que habla de superación, de vencimiento de todas las adversidades, y en las que diseccionada en pequeñas instantáneas el esfuerzo por la supervivencia frente a la incertidumbre existencial. Una búsqueda que a pesar de la niebla que tanto nos ciega anhelará siempre esa lluvia clara dispuesta a lavar “de su sombra a las cenizas”.
En la primera parte la autora se rebela en sus poemas contra todo lo que es capaz de confundirnos en la vida. Por eso apela a que no dejemos “que los grises días de la insuficiencia apaguen” nuestro espíritu, a pesar de que nuestros miedos estén acechantes y reabran, al menor descuido, las heridas. Vencer aun cuando el camino se haga más inhóspito, penetrar por las grietas que abre la desidia, enfrentarse a la extorsión del pasado incómodo, desoír las voces que llegan para confundirnos, incluso el universo de lo más procaz y absurdo, que también es enemigo de las ilusiones.
En la segunda se hacen presentes los recuerdos capaces de agolparse al mismo tiempo, como “en los ecos de túneles candentes que llegan de la infancia / hay espigas de cabelleras aéreas que yacen espaciadas / sobre la piedra circular del sacrificio”. Y aquellos otros que “se deslizan como anguilas, por las oscuras oquedades del olvido”
Finalmente, en la tercera parte, “Y a pesar de la niebla”, veinte poemas para reivindicar la poesía y la amistad, y también la soledad que ayuda a reconfortarnos con nosotros mismos, a “vivir alguna vez en el silencio de una casa  / habitada por parte de ese bosque / en donde me refugio del gran ruido del mundo”.
Des e este modo como podremos encontrarnos con la sublime profundidad poética de Goya Gutiérrez, y también con la serena y estimulante lectura de los poemas que se suceden como un relato de la vida en este hermoso poemario.