miércoles, 14 de octubre de 2020

JUEGOS DE LA EDAD TARDÍA


 

Siento una fuerte pesadumbre por no haber leído antes Juegos de la edad tardía de Luis Landero. En estos años que han pasado desde su publicación (1989) creo que me he perdido mucho. Será porque los caminos de la lectura son inescrutables. Me acogeré, no obstante, a eso de que nunca es tarde… para tranquilizar… ¿mi conciencia literaria?

A veces uno no sabe cuánto se ha podido perder en la vida hasta que no encuentra lo que una vez perdió o no se lo topó en su camino. Seguramente habrá más novelas como ésta que me habré perdido, aún cuando las conozca por su título, o que quizás no las haya encontrado, y que una vez encontradas, al leerlas, me provoquen la misma rabia que siento ahora con Juegos de la edad tardía por no haber tenido la dicha de cruzármela antes en mi vida.

Con el paso de los años los afanes quedaron dormidos en Gregorio Olías, como los sueños se adormecen en nosotros cuando la vida nos descubre una realidad que no esperamos o que aún no nos ha dado una bofetada. Los afanes son parte de nuestra esencia. El abuelo de Gregorio los definía como el deseo de ser un gran hombre y hacer grandes cosas, pero lo mismo pudieran ser parte de una ilusión, de un sueño o de una búsqueda. Los años adolescentes de Gregorio junto a su tío son los que pasan de la estimulación del afán hasta la frustración, hasta ver cómo su vida se convierte en la plasmación de una persona frustrada que nunca alcanzará a ser lo que una vez soñó.

En el devenir de las páginas de Juegos de la edad tardía se intuye la manera que tiene Gregorio de recobrar los afanes que una vez quedaron adormecidos. Para ello nos presenta a Gil, ese personaje que quiere ver el mundo a través de los ojos de Gregorio Olías, aunque tenga que apoyarse en una sarta de mentiras, como nuestras mentiras, las que nos decimos a nosotros mismos para sobrevivir. Una doble vida, dos vidas: “una, la real e inapelable, otra la que pudo ser y sigue viviendo en nosotros en calidad de ánima en pena”.

Gil podría haber mirado a su alrededor en esos pueblos sin teléfono y una sola pensión de habitaciones frías y desoladas, de conversaciones de mujeres que retumbaban, de acostarse al anochecer, seguro que hubiera encontrado también que habría descubierto mucha vida y más naturaleza humana. Pero lo que le interesa a Gil es lo que ve a través de los ojos de Olías, quien quizás es lo único que quiere ver, porque antes no lo había visto. Gregorio no tiene ojos de poeta, aunque lo intentara en el juvenil Faroni por un enamoramiento. El poeta es un ojeador de la vida, y eso es lo que no era Olías hasta que Gil parece estimularlo.

Gregorio crea este alter ego, una segunda personalidad para consolar su vida pusilánime y triste al lado de Angelina y su suegra. La búsqueda de un ideal que se quedó en la adolescencia. Por eso se desdobla en el protagonismo de Gil. Faroni que quedó atrás, ahora, en un arrebato de nostalgia, trata de recuperarlo por mediación de Gil.

Gil sacó del tedio a Gregorio, de la ruindad y de la apatía de los días, para que imaginara una vida que no tenía, para figurarse una aventura quijotesca de protagonismo doble: el diálogo con uno mismo y el enfrentamiento con la otra  realidad plagada de ideales a los que siempre perseguimos. “Usted me guiará a través de los misterios del mundo. Me mostrará el camino de la modernidad”, le dirá Gil a Faroni.

Juegos de la edad tardía se estructura en tres partes, y en cada una de ellas los ritmos narrativos son diferentes, vertebradas en un juego cronológico de una vida que no deja de tener continuidad. De la adolescencia ilusionada y cada vez más frustrada pasará a revivir aquellos afanes en su triste empleo de oficinista gracias a la aparición del no menos triste y apagado Gil, hasta que en un alarde de fundir realidad e imaginación, de averiguar hasta donde han llegado las mentiras visitará la tertulia del afamado café de los Ensayistas.

Así es como Luis Landero nos acompaña en este camino de la vida, en la disputa constante entre la realidad y el deseo. Y lo hace esgrimiendo, al tiempo, un excelente arte de escribir, como si en la escritura depositara toda la verdad del discurso.

Nunca es tarde, como no es, ni aún en la edad tardía, jugar con nuestra imaginación hasta estrujarla.

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