Hay novelas que reflejan lo que somos, antes y ahora, incluso
lo que seremos después, aunque les corresponda narrar una historia en una época
distinta.
Leída en nuestros días, Nada, de
Carmen Laforet, nos sorprende por la actualidad que encierra.
Nada
es una de las primeras novelas que yo leí cuando salí de los tebeos y de los
libros de aventuras de colecciones juveniles. Aquellas colecciones de la
editorial Bruguera, y otras, con libros ilustrados como Miguel Strogoff de Julio Verne, Oliver
Twist de Dickens o La isla del tesoro
de Stevenson que fueron algunas de esas lecturas. Hasta entonces había seguido
una secuencia lógica de lector arreglada a la edad.
Quizás lo que más me interesó de Nada, en aquel tiempo en que ya me debatía buscando el sentido más trascendental
de mi vida, deseoso de labrarme un futuro, fuera el sentido existencialista que
Carmen Laforet había imbuido en los personajes de la novela. En aquella España
mía de los setenta, inmersa en una crisis económica, tenía el sentimiento de
que las circunstancias me entorpecían ese futuro, a pesar de ser un joven
responsable que no escatimaba dedicación y trabajo, pero que tal vez por mi
bisoñez no entendía muy bien qué era aquello de la vida y cómo funcionaba. Yo, que
era un chico salesiano, de extracción humilde, formado en valores cristianos de
responsabilidad y respeto, dispuesto siempre a hacer el bien, a ser educado y realizar
buenas obras, escapaban a mi perspicacia la doble moral que se manejaba en la vida,
el fariseísmo que emanaba de los ámbitos religiosos, con modos de operar muy políticos,
y la tendencia a arrimarse más al poder y al dinero, hasta reverenciarlos, que
al ser humano, sea cual sea su condición. Ahora que miro atrás, cuando en la
lectura de aquella novela tenía menos de veinte años, me pasa como a la Andrea madura
que viene a contarnos su estancia en la calle Aribau y llega a decir al final
de su relato que “al menos, así creía yo entonces”. Solo los años me
desengañaron de ese mundo y de la miseria humana de la que estuve rodeado en aquella
sociedad en la que valías según eras o lo que tenias, y que tu trabajo y
sacrificio importaban poco. Y que ni siquiera el paso a la democracia supo
cambiar, quizás porque en este país nuestro nos ha costado desembarazarnos de algunos
tics franquistas y, cuando no, los hemos asumido para acomodo de nuestra
existencia, porque nos han venido como anillo al dedo, hayamos sido de derechas
o de izquierdas. Así nos va en este tiempo nuestro que ya ha brincado de los
tres primeros lustros del siglo XXI.
En Nada, Carmen Laforet
nos transmite una atmósfera de sordidez doméstica, tan asfixiante que la oscuridad
de la casa, la suciedad o el mal olor que Andrea percibe y soporta es parte de
la decrepitud de una sociedad arrumbada en la posguerra. Y que me atrevería a
decir que no ha cambiado mucho en nuestros días, aun finiquitado primero el
periodo franquista y transcurridas ya más de tres décadas de democracia, ni por
el brillo de los materiales, producto de la opulencia, que adornan tanto nuestras
casas como nuestras ciudades o los edificios públicos. Debajo de todo ello es fácil
encontrar todavía mucha miseria humana y altas dosis de corrupción en lo civil y
en lo político.
La
novela ganó en 1944 el primer premio Nadal, con lo que fue escrita bajo las
circunstancias que deparaba la España de la posguerra. Andrea, encerrada en aquel
lúgubre piso de la calle Aribau, trataba de hacer realidad sus ilusiones, aun a
costa de tanta decrepitud, violencia y odios como la rodeaban. La obra está
atravesada por un tono febril y delirante que nos sumerge en las miserias de
una época que parecía abortar todo futuro. Ahí está también la desgraciada Gloria
con sus frustraciones, o el rayo de luz que parece ofrecer la abuela, quien ha
vivido tanto que está por encima del mundo de miseria al que la ha abocado la
guerra y la posguerra.
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