Eduardo Domínguez es uno de los personajes principales de La renta del dolor, el amor frustrado de Matilde Santos, el maestro que sigue fiel al pensamiento pedagógico que había conocido en la República.
Cuando aludía a aquellos maestros de la escuela franquista en mi reciente obra La educación que pudo ser. Reflexiones desde el pupitre (Granada, Editorial Zumaya, 2010) la imagen de Eduardo siempre estuvo presente.
Eduardo representa lo que la oficialidad de la escuela franquista desdeñaba: el maestro que inspiraba una educación centrada en la persona del alumno, alejado de los doctrinarios postulados educativos del Régimen.
Cuando he pretendido hablar de la educación de aquella época en La educación que pudo ser no he querido olvidarme de los muchos ‘eduardos’ que había en la escuela franquista. Sería una absurda injusticia pretender criminalizar a todos los docentes de aquella escuela e incluirlos en el mismo patrón pedagógico inspirado en el Régimen.
Estas son las palabras con los que me he referido a ellos: “Probablemente hubo buenos maestros que no comulgaban con los postulados que les imponía el Régimen, ni con los postulados de aquella escuela intervenida, ya que su compromiso con la educación era capaz de transgredir lo establecido. Pero lamentablemente su pertenencia a aquel tiempo los engulló. Como una cuestión de justicia, tal vez alguna vez se debería hablar de ellos y reconocerles su labor. Es más que posible que muchos de ellos se hayan sentido dolidos por incluirlos en el descrédito con que se generalizaba la revisión de aquella escuela, muchas veces buscando más la anécdota que el análisis riguroso y profundo, como ha hecho gran parte de la literatura que proliferó durante un tiempo y cuyo máximo exponente quizá sea El florido pensil de Andrés Sopeña, aunque no fuera el único. No es que pretenda defender un tipo de educación de la que la mayoría abominamos, pero sí quiero que seamos algo más justos con los que en ese tiempo también se opusieron a la dictadura desde la escuela.” (p. 65).
El maestrito, Eduardo Domínguez, estaba entre ellos.
Cuando aludía a aquellos maestros de la escuela franquista en mi reciente obra La educación que pudo ser. Reflexiones desde el pupitre (Granada, Editorial Zumaya, 2010) la imagen de Eduardo siempre estuvo presente.
Eduardo representa lo que la oficialidad de la escuela franquista desdeñaba: el maestro que inspiraba una educación centrada en la persona del alumno, alejado de los doctrinarios postulados educativos del Régimen.
Cuando he pretendido hablar de la educación de aquella época en La educación que pudo ser no he querido olvidarme de los muchos ‘eduardos’ que había en la escuela franquista. Sería una absurda injusticia pretender criminalizar a todos los docentes de aquella escuela e incluirlos en el mismo patrón pedagógico inspirado en el Régimen.
Estas son las palabras con los que me he referido a ellos: “Probablemente hubo buenos maestros que no comulgaban con los postulados que les imponía el Régimen, ni con los postulados de aquella escuela intervenida, ya que su compromiso con la educación era capaz de transgredir lo establecido. Pero lamentablemente su pertenencia a aquel tiempo los engulló. Como una cuestión de justicia, tal vez alguna vez se debería hablar de ellos y reconocerles su labor. Es más que posible que muchos de ellos se hayan sentido dolidos por incluirlos en el descrédito con que se generalizaba la revisión de aquella escuela, muchas veces buscando más la anécdota que el análisis riguroso y profundo, como ha hecho gran parte de la literatura que proliferó durante un tiempo y cuyo máximo exponente quizá sea El florido pensil de Andrés Sopeña, aunque no fuera el único. No es que pretenda defender un tipo de educación de la que la mayoría abominamos, pero sí quiero que seamos algo más justos con los que en ese tiempo también se opusieron a la dictadura desde la escuela.” (p. 65).
El maestrito, Eduardo Domínguez, estaba entre ellos.