lunes, 26 de diciembre de 2016

EL AZAR Y VICEVERSA


La figura del antihéroe se ha prodigado en la historia de nuestra literatura como la mejor manera de retratar las realidades humanas y sociales de cada época. En El azar y viceversa, la novela de Felipe Benítez Reyes, esta figura, personificada en el roteño Antonio Jesús Escribano Rangel, ha eclosionado en el panorama literario actual con una fuerza como hacía tiempo no ocurría. Incluso, me atrevería a decir, desde que Juan Marsé, en  Últimas tardes con Teresa, nos trajo a Pijoaparte de Ronda hasta el barrio del Carmelo y le abrió las puertas del barrio de San Gervasio, en aquella Barcelona de los sesenta del siglo pasado, para que soñara en su delirio.

Benítez Reyes nos presenta a un Antonio ausente de la conciencia de lo que Jacques Monod entendía acerca del hombre en El azar y la necesidad, aquello de que estaba solo en la inmensidad indiferente del universo y que su destino no estaba escrito en ninguna parte. O quizás sí, pues el joven Rangel, desde su niñez en la Rota tardofranquista y de soldadesca americana, se dejara llevar sin rumbo definido y por un camino plagado de curvas, consciente de que en la vida ni “existen los ciclos” y “nada se cierra”.

El antihéroe por excelencia es el pícaro de la decadente España de la Edad Moderna. Es, sin duda, la figura de nuestra literatura que mejor explica los fenómenos del hombre en esa manera de vivir que tiene en sociedad. Cuando la necesidad apretaba, que era casi a cada minuto, aguzaba el ingenio para llenar lo más crucial: la barriga y, de camino, sobrevivir salvando el pellejo. En los años sesenta y setenta del siglo pasado es posible que cualquier antihéroe se debatiera más en cuestiones metafísicas o de posición social. Hoy, el pícaro se viste y se mueve de otro modo, ya no tiene la urgencia de tener que rebuscar un mendrugo de pan, su mayor aspiración tiene que ver con el lujo, con la ostentación de lo suntuario, acaso con acertar en cualquier estafa o fraude que se le ponga a tiro.

El Rányer de El azar y viceversa sólo aspira a sobrevivir, a encontrar el mejor acomodo que cubra sus necesidades, sin menospreciar ese coqueteo con el ensueño sicodélico de aquel tiempo (no obstante, dejándose más bien arrastrar por ello, que impulsado por su propio entusiasmo), sin alardear nunca de mayores aspiraciones, ni siquiera cuando se le presenta la gran oportunidad del Tunecino, aunque como Padilla, primero, y Jesús, después, no negará que, sin herederos su jefe, él podría ser quien heredase el negocio del trapicheo que parecía tan acorde a su condición y modo de vida. El Rányer es un auténtico buscavidas que, tal vez por necesidad de quedar en paz consigo mismo, gusta ir narrando esa vida azarosa, llena de avatares, pero que tampoco despertará el entusiasmo de su protagonista. Una vida, que a lo que parece, es incapaz de tener futuro y, si me apuran, ni hasta presente. Al final se convierte (o lo convierten) en Toni, y esa pusilanimidad que no oculta hará que sea su mujer la que se encargue de comprarle la ropa y más cosas, para concluir diciendo que “a todo se acostumbra uno”, incluso a que le organicen su vida.

Como buen antihéroe, Rangel, el Rányer, Jesús o Toni, como le marca cada etapa de su vida, ni siquiera se detiene en los grandes acontecimientos de su tiempo, esos que cambiaron la historia de este país en los setenta y los ochenta, cuando moría el dictador y se pasaba de la dictadura a la democracia, cuando se aprobaba la Constitución del 78 o se celebraban elecciones, o cuando el socialismo volvía a gobernar cuatro décadas después. Tanto es así, que casi se pierde, absorto en su realidad, el golpe de Estado del 23-F, y sólo se entera porque se lo hacen saber antes de irse a dormir, después de haber caminado sin rumbo por las calles de Sevilla, estirando un paseo que no le llevaba a ninguna parte. Acaso porque los antihéroes sólo se fijan en la supervivencia de su espíritu mediocre y apocado, y no se engalanan con las obras sublimes de los hombres más que para encontrar un pedazo de quimera que sustente su presente.

El lenguaje utilizado por el autor en El azar y viceversa está sumamente cuidado, precisamente por el desenfado con que se manifiesta el protagonista, hasta hacerlo un poco crudo y pérfido, unas veces, coloquial, otras, pero siempre culto y provisto de una gran fuerza narrativa. Sin duda, la cuidada escritura de Benítez Reyes nos ayuda a comprender las incongruencias y los desatinos que acechan a Antonio Jesús Escribano Rangel en esa trayectoria vital de aventuras y desventuras, en esos avatares que terminan siempre frustrándole su porvenir, pero que, haciendo bueno el adagio de que aprietan pero no ahogan, ofrecen siempre una solución, precaria o no, a ese deambular que a veces resulta tan agónico. Son tantas las contradicciones con las que convive, y tan pocas las certezas que lo asaltan, que es fácil saber que cualquiera de nosotros podríamos haber sido un Rangel cuando también fuimos adolescentes y jóvenes adultos en aquellos años de los setenta y los ochenta del siglo pasado.

Una lectura más que recomendable: imprescindible en el panorama literario actual.

martes, 29 de noviembre de 2016

ABSALÓN, ABSALÓN



Con la entrada de este otoño meterológico, un tanto perezoso, me apetecía leer de nuevo el Absalón, Absalón de William Faulkner. Son una de esas lecturas recurrentes cuando se apodera de uno la confusión y no fluye la escritura. Es una buena táctica. Te recoges sobre ti mismo con una buena lectura y la terapia funciona. Al menos, eso es lo que a mí me ha ocurrido. Es como si pasaras una jornada de senderismo en contacto con la naturaleza, en ella no cabe duda que se reanima ese sentimiento que nos hace recordar que venimos de la tierra. Ambas son buenas estrategias para revitalizar la energía y hacer que fluya y llene nuestras neuronas.

La lectura de ahora de Absalón, Absalón ha sido profunda, meditada, casi piadosa, degustando la armonía del texto. Es como si me dispusiera a rezar una plegaria, a recogerme hacia dentro para que salga pausada y sentida desde el corazón. Esta novela me marcó hace tiempo cómo debía decir lo que quería escribir, como expresar lo que tanto se atropellaba en el bullir ansioso de las historias de mi cabeza.

En la historia que contiene Absalón, Absalón, el grado de destrucción de las personas, así como la fuerza autodestructiva que hay dentro de todos nosotros, alcanza una insobornable precisión. Las guerras son destructivas, de ellas se sacan pocas ventajas, se esquilma el valor y el espíritu, se horadan profundas heridas, se siegan vidas, aparece el abominable instinto de la devastación. La guerra de Secesión norteamericana fue eso, un cúmulo de furia desatada, de odios que se enquistaron y de ofensas para lacerar la dignidad humana. Transmutó aquel país, Estados Unidos, y sacó del letargo las pasiones humanas, las más bajas y rencorosas, el ensañamiento y el racismo más mordaz.

La legión de personajes que pululan en Absalón, Absalón son el reflejo de todo esto que hemos dicho. A todos se les endureció el carácter y a todos la vida les dio un vuelco.

Durante dos semanas he vuelto a navegar por el río Misisipi y pasear por el condado de Yoknapatawpha, y como Quintín, no he sentido un odio especial hacia el sur.



viernes, 3 de junio de 2016

MALABARISMOS


Mi paso por la Feria del Libro de Madrid ha sido una experiencia inolvidable. Sentado en un taburete tras el mostrador de la caseta, cruzando la mirada con decenas o cientos de lectores, que pasaban en un trasiego continuo por el generoso espacio delimitado por el marco cuadrangular del habitáculo de chapa, he podido comprobar que los libros siguen vivos. En momentos la situación se tornaba más especial, cuando alguno se paraba para mirar con más detenimiento los libros expuestos, o la portada de mi novela, y aquello sí que me hacía sentir una especie de cosquilleo infantil. 

Estuve firmando la tarde del viernes 27 de mayo y la mañana del sábado 28. La caseta 353, compartida por dos editoriales: Esdrújula Ediciones y Valparaíso Ediciones, permitió que coincidiéramos dos autores firmando al mismo tiempo. El viernes estuvo allí el poeta y novelista salvadoreño Jorge Galán, del que recuerdo haber firmado un manifiesto de apoyo tras las amenazas que sufrió al publicar su novela Noviembre, en la que narra el asesinato en 1989 de varios jesuitas en su país, entre ellos el padre Ignacio Ellacuría. El sábado coincidí con Carmen Canet, quien como yo se había desplazado desde Granada. Al terminar mi horario de firma hicimos intercambio de libros. Carmen se llevó La noche que no tenía final y yo su Malabarismos. Fue una excelente manera para conocernos un poco más, pues también uno se refleja como es en lo que escribe y cómo lo escribe.

He leído Malabarismos (Valparaíso Ediciones, 2016) y me he sentido cómodamente reconfortado al leer muchos de sus aforismos, capaces de activar instantáneamente el interruptor que aviva las neuronas del pensamiento. Porque malabarismos con las palabras es lo que hace Carmen Canet a la hora de escribir de modo tan preciso y con tanto acierto esas sentencias que lo contienen todo, sostenidas por la destreza, el equilibrio, la agilidad y el ingenio en el uso de las palabras. Productos destilados de sabiduría, reflejos de vivencias, de experiencias, de tiempo vivido y compartido, de incertidumbres por las que nos lleva la vida, reflejo de una existencia condenada a buscar el equilibrio que mitigue tanta angustia.

Es admirable como en un minúsculo espacio tipográfico la autora es capaz de ordenar unas cuantas palabras para proyectar un pensamiento inabarcable. En la escritura todos empleamos las palabras, ellas son nuestro valioso instrumento para comunicar a los demás lo que sentimos, pero la diferencia está en que mientras unos recurrimos a la abundancia y desmesura, acaso fruto de nuestra imprecisión para sujetar la dimensión narrativa del lenguaje, otros, como Carmen, las seleccionan y apuran hasta usar un pequeño número y nos las muestran con la virtud de ofrecerlas con brevedad y concisión. Así son los aforismos que Carmen Canet recoge en Malabarismos, la armonía del lenguaje breve en equilibrio, un mero destello de luz que alerta los sentidos, una inesperada chispa que nos hará frenar por un instante hasta alcanzar la quietud de la reflexión.

Si con Carmen compartí esa mañana de feria el espacio de una caseta forrada de libros y los rostros expectantes, ansiosos como los de un niño, de quienes se acercaban para mirar las portadas de los libros, hasta que se atrevían a cogerlos con las manos y pasar sus hojas en busca de algún misterio inesperado, ahora compartiré con ella también estos pequeños pozos de sabiduría que son sus aforismos. Equilibrio, precisión, capacidad para hacer malabarismos con escasas palabras, pero sin renunciar a abrirnos la dimensión más insondable de nuestro universo reflexivo.

“En tiempos de crisis conviene mejor pensar en breve”, quizás esta sea la razón por la que en los tiempos que corren Carmen Canet haya reducido el pensamiento a la brevedad, que no a la trivialidad, y mucho menos a la futilidad.

lunes, 23 de mayo de 2016

SOBRE HÉROES Y TUMBAS


Ahora que ya no lo hago, añoro mis lecturas durante los trayectos en el autobús de la línea 33. La línea ha sido renombrada (ahora es la SN1) y, después de un cambio de recorrido, ha vuelto a su trazado original. Parte de Los Pinillos, pasa por Cenes y entrando por la carretera de la Sierra cruza la ciudad de Granada hasta llegar a la estación de autobuses. En esos años solía utilizarla algunos días en semana, casi siempre los martes y los viernes, aunque mi trayecto era más corto y me quedaba en La Normal. Fueron muchos los libros que leí aprovechando esos treinta minutos de viaje. Ahora que ya no tengo esa oportunidad, echo de menos ese tiempo dedicado a la lectura. Uno de aquellos libros fue Sobre Héroes y tumbas, la gran novela de Ernesto Sábato.

Esta es una novela cuya lectura afronté ya con la madurez de un lector. Recuerdo de ella la relación entre Martín y Alejandra, la extravagante familia de Alejandra y aquello de la historia de Fernando Vidal, obsesionado con que las personas ciegas (criaturas subterráneas que operaban en las sombras) formaban parte de una secta sagrada, y ese disparatado Informe sobre ciegos. La novela se construye sobre historias que siguen caminos paralelos o que se mueven en círculos concéntricos, que parecen salidas de la inspiración de William Faulkner o el propio Dostoievski. La novela navega sobre las sombras y las catacumbas del alma humana, pretendiendo dar vida a nuestros fantasmas antes que a nuestra convencional existencia.

Viví con la intensidad del curioso la relación entre Martín y Alejandra, una relación que nunca acababa de cuajar. ¿Tortuosa y atormentada?, sí, pero de enorme valor para el chico, hasta el punto de no importarle los desaires de Alejandra, quien se movía en la complejidad de su vida y parecía no tener tiempo para Martín. Alejandra estaba en una continua búsqueda personal. Para mí esa relación me inspiraría para algunas pinceladas de la relación entre Álvaro y Doina en La noche que no tenía final, pero sobre todo en la que se establecerá entre Carlos y Andrea, en la novela que tengo casi próxima a terminar. En Alejandra es fácil encontrar la disputa entre la conciencia personal y su proyección al exterior, seguramente porque su origen, proveniente de una familia de la oligarquía de Buenos Aires, le provocará un sinfín de contradicciones entre lo que desea y configura el mundo de sus ideas y la realidad de la procede y en la que se ha criado.

Sobre Héroes y tumbas es una de esas novelas que nos llevan al límite de la reflexión, capaz de hurgar en ese convencionalismo, impuesto o aprendido, que nos hace seres contemplativos de nuestra propia existencia antes que protagonistas de la misma.

miércoles, 18 de mayo de 2016

LA BUHARDILLA DE LOS ESPEJOS


‘Mi espacio literario’ también pretende ser un lugar donde le demos cabida a las obras que llegan a nuestras manos por gentileza de sus autores.

En esta ocasión tenemos ante nosotros La buhardilla de los espejos, de José Gómez Marfil, novela recién publicada por la editorial Liberman.  

Dicen los psicoanalistas que el narcisismo es una forma del proceso de estructuración de la personalidad, del que forma parte, como una etapa más del propio desarrollo del ser humano, y que cuando se excede de esa fase de desarrollo natural se entra dentro del terreno de lo patológico. Bastante de esto es lo que José Gómez Marfíl nos muestra en esta obra, una novela de ritmo narrativo rápido y apremiante, como si compitiera con ese paso del tiempo que acelera el discurrir de nuestras vidas y la de su protagonista: el joven David Linde Lopezosa.

La buhardilla de los espejos es una obra que aborda el mito de la belleza trasladado a nuestro tiempo, en el que el culto al cuerpo, la imagen y la belleza se han elevado a cotas de proyección mundial en un mundo globalizado. Una simple mirada a lo que nos rodea revela cómo la publicidad nos inunda los sentidos con ofertas que casi siempre miran a la imagen como principal valor. Lejos suelen quedar otros valores humanos, que parecen haber caído en desgracia frente a la imposición de mensajes que sólo se centran en lo superfluo y lo inmediato.

Los cuentos clásicos suelen recorrer el camino narrativo que va del dramatismo a la felicidad, del sapo al príncipe, de la desgracia a la alegría o de la muerte al renacer. La buhardilla de los espejos invierte esta trayectoria de la lógica tradicional de los cuentos para llevarnos de la placidez y el hedonismo hasta la autodestrucción. En este caso, el joven David, dotado con los mejores dones físicos de la naturaleza, aunque incapaz de apreciarlos en su justa medida, caerá en la obsesión por luchar contra el paso del tiempo y las huellas que éste va dejando, y se verá abocado prematuramente a un proceso irreversible de autoliquidación.

En esta novela, el autor aborda otros temas de gran actualidad: la homosexualidad, la soledad del individuo presa del patrón social que lo aísla en la satisfacción de las necesidades fingidas, los placeres de la vida, el culto al cuerpo o la cirugía estética, como remedio para los inconformistas con su cuerpo.

La buhardilla de los espejos es la tercera novela de José Gómez Marfil. Es un paso más en su carrera literaria, que iniciaba con La fragua de Vulcano y, posteriormente, con La violinista y el escritor.  Con la actual obra creemos que empieza a consolidarse como un autor que gusta reflexionar sobre las esquinas que conforman la naturaleza humana. 

sábado, 23 de abril de 2016

RINCONETE Y CORTADILLO


Muchas de mis lecturas juveniles vinieron determinadas por las recomendaciones que nos hicieron los profesores de Lengua y Literatura. Cada periodo histórico tenía sus lecturas, el que despertó más mi curiosidad fue el Siglo de Oro. Entre tanta buena literatura y grandes autores, la novela picaresca excitó mi curiosidad, y la del grupo de compañeros con el que yo más me relacionaba, por descubrir aquella especie de submundo de gentes sumidas en la miseria que se afanaban en sobrevivir, frente a lo que era esa especie de ‘espuma de los hechos’ de los grandes acontecimientos a que se refería Braudel al hablar  de la Historia. La literatura siempre nos colma con historias donde se abordan los grandes temas del amor, el poder…, pero cada tiempo histórico nos trae temas propios, y en el siglo XVII fueron las historias de pícaros las que así lo demandaba.

Por entonces recuerdo que leí las aventuras y desventuras de Lázaro, Pablo, Justina o las de Pedro del Rincón y Diego Cortado. Todas ellas me fascinaron y vinieron a descubrirme otras facetas de la vida de una España en crisis permanente y sumida en la miseria, que no me llegaban con los relatos de reyes, nobles, catolicismo o guerras y tratados, ni con otras obras literarias que ahondaban en otras miserias humanas, quizás más complejas para entenderlas a través de la comprensión de un adolescente.

En aquel tiempo, Miguel de Cervantes nos dejó la gran joya de la literatura universal: Don Quijote de la Mancha, pero no fue lo único, hubo otras muchas obras que, aunque de menor entidad, son de una calidad extraordinaria. Entre ellas, esas llamadas Novelas ejemplares de variopinta temática. A un adolescente como yo la novela picaresca, casi siempre protagonizada por niños o jóvenes, me atrajo. Rinconete y Cortadillo fue una de esas novelas de Miguel de Cervantes (tan cortitas en extensión que no asustaban como otros ‘tochos’ pródigos en páginas) que me despertó la interés por saber de qué iba la historia de dos tipos que afrontaban el reto más primario de la vida: meterte a diario un bocado en la boca. No eran tipos de aspiraciones enjundiosas, a diferencia de los hidalgos venidos a menos que mantenían la impostura de la apariencia social, cuando no la soberbia, se trataba de individuos que no escondían sus miserias ni defectos porque en ellos sólo primaba la aspiración por tener una vida que les proporcionara el sustento.

Aquellas vidas llenas de infortunios fueron un descubrimiento colosal, las cosas que les pasaban, o todo lo que eran capaces de inventar para sobrevivir, me fascinaba. Se convertían en una especie de ‘antihéroes’ que, aunque no estuvieran dotados de grandes ideales, al menos a través de sus lances denunciaban realidades sociales plenas de injusticias y desigualdades. Rincón y Cortado tenían una edad similar a la mía en el tiempo que leí sus desdichas, era como mirar por una ventana y ver lo que les ocurría a dos jóvenes como yo o mis amigos en un tiempo tan diferente al que vivíamos nosotros.

La España del siglo XVII fue la que soportó la caída de un imperio, cada vez peor gestionado y más obsesionado por mantenerse, y como todos estos periodos decadentes de la Historia extendió tantas miserias y privaciones que la literatura encontró un filón donde construir muchos de sus relatos. La miseria estaba extendida por todo el territorio nacional, pero Sevilla, que era la puerta de América por donde entraba la riqueza que España era incapaz de producir, se convirtió en una ciudad anhelo de los que creían que podrían encontrar en ella alguna oportunidad y las migajas que se desprendieran de tanto tránsito y mercadeo de productos. Esta ciudad se convirtió en el lugar propicio para acaso encontrar ‘algo’, y a ella se dirigieron nuestro Rincón y Cortado para ver si les llegaba la oportunidad también a ellos. La triste realidad es que por su puerto entraban galeones provenientes de América cargados de riquezas, pero en poco repercutían en la población allí asentada o del resto del territorio nacional, porque el destino lo tenían hipotecado: la devolución de monstruosos préstamos a los grandes banqueros europeos, sobre todo, y otros gastos en campañas militares. Si leemos la obra de Earl J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España 1501-1650, o La Sevilla del siglo XVII de Antonio Domínguez Ortiz, podremos saber un poco más de esto.

Ahora que también vivimos un tiempo de pillos y granujas, nos vienen como anillo al dedo aquellas historias que se cuentan en la novela picaresca española, y especialmente este Rinconete y Cortadillo. Aquellos buscavidas los tenemos ahora, no en los estratos más populares y míseros de la sociedad del siglo XVII, sino en la órbita del poder y en su entorno de bambalinas de la España del siglo XXI. Aquí es donde encontramos no a un único Monipodio, sino a cientos de ‘monipodios’ que han deshonrado y mancillado la vida política y social de nuestro país. Aquellos pícaros cometían sus tropelías en una España decadente y de miseria generalizada, los de ahora las cometen en una España ‘moderna y aseada’, pero engolfados en la avaricia y la impudicia.

Hoy que es 23 de abril, y en el mundo de las Letras recordamos a la figura de Miguel de Cervantes, he querido traer a la memoria de este ‘Mi espacio literario’ las sensaciones que me produjo en aquellos años de bachillerato leer a Cervantes, no sólo su Quijote, también algunas otras de sus obras, especialmente esta de Rinconete y Cortadillo, que con tanta curiosidad devoré después de haber leído a Lázaro de Tormes.

domingo, 13 de marzo de 2016

EL SEGUNDO HIJO DEL MERCADER DE SEDAS


Los libros tienen sus pequeñas historias, llegan a nosotros y terminan formando parte de nuestra vida. En mi relación con los libros leídos, como supongo ocurre a todo el mundo, suele haber siempre algo que los vincula a uno para siempre: una historia que influye en el modo de pensar, una lectura vinculada a un viaje, un libro comprado en un momento que no se olvida, un personaje que estará siempre en la memoria, una anécdota que suscita un grato recuerdo o una lectura que nos proporcionó ratos de disfrute y de gran placer.

En el año 1995, además de profesor, yo era vicedirector del instituto Padre Poveda de Guadix. Entre las atribuciones de mi cargo, me tocó organizar la semana cultural del centro. Una de las actividades que se programaron fue la presentación de El segundo hijo del mercader de sedas, la ópera prima del abogado laboralista Felipe Romero. La novela llevaba publicada pocos meses, su éxito empezaba a ser relevante y entendimos que por sus connotaciones históricas y el personaje central, un adolescente, podía ser un texto de lectura muy adecuado para nuestros alumnos. Quizás no se tratara de una novela con un gran valor literario, pero estábamos ante un texto sencillo, con una historia bien contada y de lectura fácil, virtudes suficientes para embaucar al lector y a nuestros alumnos.

Han pasado veinte años de aquella charla que ofreció Felipe Romero a los alumnos de mi instituto. También han pasado dos décadas desde que leí El segundo hijo del mercader de sedas, y cuando camino por la calle Colegio Catalino, plaza de las Pasiegas o la calle Oficios, en el entorno de la catedral, o cuando paseo por la carrera del Darro, el paseo de los Tristes o el Albaicín, siempre me acuerdo del adolescente Alonso Lomenillo (posterior carmelita fray Alonso del Amor de Dios), segundo hijo del mercader veneciano Esteban Lomenillo, afincado en Granada desde 1576. Y me acuerdo de Felipe Romero y de la historia que nos cuenta en esta novela. Una historia narrada a través de los ojos de Alonso en la que descubrimos el juego de intereses y tensiones en el que vivía aquella Granda de conflictos de fe, que habían perdurado más allá de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos en 1492. Es el tiempo (finales del siglo XVI y primeras décadas del XVII) en que se grabarían los fraudulentos libros plúmbeos del Sacromonte, como parte de la fiebre por aupar la fe católica en esta tierra e imponerla a la población morisca. Un periodo histórico en el que proliferaron todo tipo de argucias para atraer a la fe católica a un pueblo ignorante; y fuera, frenar la rebeldía y la expansión del protestantismo. Fue el tiempo del origen de manifestaciones religiosas (procesiones de Semana Santa), de la salida del arte a las fachadas de las catedrales y de las iglesias en forma de figuras religiosas, y de la denodada búsqueda de reliquias de santos. Todo a través de mensajes con tintes didácticos y supersticiosos, al objeto de atrapar a un pueblo ignorante en la fe católica y luchar contra los moriscos que no salieron tras su expulsión de 1568, hasta obligarlos a abrazar esta fe frente a las perseguidas prácticas musulmanas que mantenían en la clandestinidad.

Aquella mañana de primavera llegó Felipe Romero a Guadix con su libro bajo el brazo. Su sabiduría de orador letrado le permitió conectar con los alumnos rápidamente, y su charla despertó en ellos un gran interés por su novela. Era la primera vez que yo lo veía, se trataba de un hombre, ya jubilado, alto y robusto, de pelo y barba canos, y un gran conversador, como comprobé tras el acto en el tapeo al que lo invitamos. Además de este grato momento con Felipe Romero, la gran anécdota de aquel día vino años después, cuando supe que Felipe Romero no había querido faltar a la cita que tenía en Guadix con los alumnos del instituto. Todo indica que ese día había venido a Granada una representante de Planeta interesada en la novela. El segundo hijo del mercader de sedas había sido publicado ya en una editorial granadina, una de esas editoriales locales con precaria distribución que termina ahogando las novelas en la cuna. El interés que parece ser había despertado la obra en Planeta fue suficiente para que mandara a alguien a entrevistarse con su autor, y ese día coincidió con el acto de los alumnos del instituto Padre Poveda. La representante, al decirle Felipe Romero que habría de posponer la entrevista hasta cumplir con el compromiso, parece que no accedió a esperar un día más, pues tenía otras citas y debía continuar su ruta*.

Una década después fue cuando tuve conocimiento de esta circunstancia de la presencia de Planeta en Granada para ver a Felipe Romero. Me la contaría el escritor José Vicente Pascual. Según me desveló, Felipe Romero le había dicho que no pudo entrevistarse con Planeta porque tenía que cumplir un compromiso con los alumnos de un instituto de Guadix. Entonces le dije a José Vicente que ciertamente lo que le había dicho Romero era verdad, que efectivamente ese instituto era el de Guadix y que yo era quien lo había invitado para que viniera a dar una charla sobre su novela.

Felipe Romero, fallecido tres años después de visitarnos en Guadix, fue un hombre de palabra, sin duda. El segundo hijo del mercader de sedas ha tenido desde entonces un gran éxito editorial, son muchas las ediciones de esta novela que reposan en miles de hogares granadinos y de otros puntos del país.

* Añado, para hacer honor a la verdad, la oportuna aclaración de José Vicente Pascual a esta versión mía del asunto de Planeta, que él hace en su comentario: "La esencia del episodio que relatas sobre el interés de Planeta por "El segundo hijo del mercader de sedas" es la misma, aunque cabe una precisión: no se desplazó nadie de la editorial a Granada, sino que estuvieron dos días llamando a Felipe por teléfono, urgiéndolo para que se pusiera en contacto con la entonces directora editorial, Imelda Navajo. Felipe no pudo (no quiso) atender aquellas llamadas porque tenía, ante todo, el compromiso con el instituto."

domingo, 6 de marzo de 2016

LA FIESTA DEL CHIVO



Volver a los recuerdos forma parte de esa necesidad que obliga al ser humano a no abandonar nunca los pasos andados. Es como el necesario feedback que retroalimenta el espíritu, bien sea para fortalecerlo o bien para aliviarlo. Retornar a un territorio vivido para encontrarnos con nuestro pasado es como sentir nuevamente los trazos que han marcado nuestra existencia. Con este pensamiento es como he alimentado una parte sustancial de las historias que contienen mis dos novelas.

Cuando estaba escribiendo La renta del dolor, hacia el año 2005, una de mis principales preocupaciones era encontrar las pautas que hicieran sentir al lector lo que pasaba por la cabeza y el corazón de Matilde Santos cuando volvió a adentrarse en las calles y los espacios de la Granada que encontró a su regreso a España tras treinta años de exilio. Para inspirar aquel deseo busqué en la literatura cómo se presentaba esta misma situación en otros personajes literarios. Uno de ellos en lo que puse mi atención fue el de Urania Cabral en La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa. Urania regresaba a su Santo Domingo natal después de una larga ausencia, de más de tres décadas en Nueva York, tras su salida a los catorce años del infierno en que había convertido la República Dominicana la crueldad del dictador Rafael Leónidas Trujillo. Este había sometido al país caribeño en el segundo tercio del siglo XX a una de las dictaduras más atroces de América Latina, que ya es decir.

La fiesta del Chivo gira en torno al asesinato del dictador. Vargas Llosa entreteje este episodio histórico en una historia que nos aproxima a los pasos dados para su planeamiento, ejecución y posterior represión de los asesinos. En esta angustiosa trama que se describe en torno al asesinato, atravesada por los episodios de crueldad que emanan de las decisiones caprichosas y sádicas del llamado ‘Benefactor’, nos encontramos con la figura de Urania Cabral. Hija de un colaborador del dictador, vuelve a la República Dominicana tras esa larga ausencia a visitar a su padre enfermo y moribundo. Esta vuelta le hará rememorar el desagradable acontecimiento que le sucedió con el dictador pederasta, con el beneplácito de su padre, y que la llevaría a salir del país. Vargas Llosa nos presenta a una Urania mujer afrontando ese pasado y haciéndola regresar al lugar donde el mundo fue capaz de desvelar a una niña todo lo cruel que puede llegar a ser la perversidad y la depravación del ser humano. En ella se agolparán los recuerdos y los miedos, el trance tan difícil de asistir a su padre en sus últimas horas y la necesidad de desvelar aquel secreto a su tía y primas.

El regreso de Urania me sirvió para ir construyendo la vuelta de Matilde Santos a la España tardofranquista, después de haber salido al exilio desde el escenario de crueldades que significó la guerra civil en España. Aunque no vivió desde dentro la posterior dictadura, sí la sintió desde el exilio a través de las noticias e informaciones que le llegaban de España sobre el estado de represión y ausencia de libertad en que vivía el pueblo español. Su vuelta a España y a Granada estuvo envuelta en el dolor que aún aguijoneaba su corazón y en los recuerdos y el goce por recuperar el tiempo y las vivencias que una vez habían gratificado a quien fuera niña y adolescente.

Las dictaduras son parte de los males que en algún momento de la historia, si no se han puesto los medios para evitarlo, pueden sufrir los pueblos. Algo tan odiado y rechazado puede ser fácil que se aposente (aunque resulte incomprensible entenderlo desde nuestras sociedades democráticas) en la vida de los pueblos durante décadas. La historia y el mundo de hoy nos proporcionan ejemplos de ello. Hay cosas que aunque tengan una explicación histórica es muy difícil explicar con el corazón.


lunes, 15 de febrero de 2016

NADA


Hay novelas que reflejan lo que somos, antes y ahora, incluso lo que seremos después, aunque les corresponda narrar una historia en una época distinta. Leída en nuestros días, Nada, de Carmen Laforet, nos sorprende por la actualidad que encierra.

Nada es una de las primeras novelas que yo leí cuando salí de los tebeos y de los libros de aventuras de colecciones juveniles. Aquellas colecciones de la editorial Bruguera, y otras, con libros ilustrados como Miguel Strogoff de Julio Verne, Oliver Twist de Dickens o La isla del tesoro de Stevenson que fueron algunas de esas lecturas. Hasta entonces había seguido una secuencia lógica de lector arreglada a la edad.

Quizás lo que más me interesó de Nada, en aquel tiempo en que ya me debatía buscando el sentido más trascendental de mi vida, deseoso de labrarme un futuro, fuera el sentido existencialista que Carmen Laforet había imbuido en los personajes de la novela. En aquella España mía de los setenta, inmersa en una crisis económica, tenía el sentimiento de que las circunstancias me entorpecían ese futuro, a pesar de ser un joven responsable que no escatimaba dedicación y trabajo, pero que tal vez por mi bisoñez no entendía muy bien qué era aquello de la vida y cómo funcionaba. Yo, que era un chico salesiano, de extracción humilde, formado en valores cristianos de responsabilidad y respeto, dispuesto siempre a hacer el bien, a ser educado y realizar buenas obras, escapaban a mi perspicacia la doble moral que se manejaba en la vida, el fariseísmo que emanaba de los ámbitos religiosos, con modos de operar muy políticos, y la tendencia a arrimarse más al poder y al dinero, hasta reverenciarlos, que al ser humano, sea cual sea su condición. Ahora que miro atrás, cuando en la lectura de aquella novela tenía menos de veinte años, me pasa como a la Andrea madura que viene a contarnos su estancia en la calle Aribau y llega a decir al final de su relato que “al menos, así creía yo entonces”. Solo los años me desengañaron de ese mundo y de la miseria humana de la que estuve rodeado en aquella sociedad en la que valías según eras o lo que tenias, y que tu trabajo y sacrificio importaban poco. Y que ni siquiera el paso a la democracia supo cambiar, quizás porque en este país nuestro nos ha costado desembarazarnos de algunos tics franquistas y, cuando no, los hemos asumido para acomodo de nuestra existencia, porque nos han venido como anillo al dedo, hayamos sido de derechas o de izquierdas. Así nos va en este tiempo nuestro que ya ha brincado de los tres primeros lustros del siglo XXI.

En Nada, Carmen Laforet nos transmite una atmósfera de sordidez doméstica, tan asfixiante que la oscuridad de la casa, la suciedad o el mal olor que Andrea percibe y soporta es parte de la decrepitud de una sociedad arrumbada en la posguerra. Y que me atrevería a decir que no ha cambiado mucho en nuestros días, aun finiquitado primero el periodo franquista y transcurridas ya más de tres décadas de democracia, ni por el brillo de los materiales, producto de la opulencia, que adornan tanto nuestras casas como nuestras ciudades o los edificios públicos. Debajo de todo ello es fácil encontrar todavía mucha miseria humana y altas dosis de corrupción en lo civil y en lo político.

La novela ganó en 1944 el primer premio Nadal, con lo que fue escrita bajo las circunstancias que deparaba la España de la posguerra. Andrea, encerrada en aquel lúgubre piso de la calle Aribau, trataba de hacer realidad sus ilusiones, aun a costa de tanta decrepitud, violencia y odios como la rodeaban. La obra está atravesada por un tono febril y delirante que nos sumerge en las miserias de una época que parecía abortar todo futuro. Ahí está también la desgraciada Gloria con sus frustraciones, o el rayo de luz que parece ofrecer la abuela, quien ha vivido tanto que está por encima del mundo de miseria al que la ha abocado la guerra y la posguerra.

viernes, 29 de enero de 2016

ÚLTIMAS TARDES CON TERESA


Cuando esta novela ganó el premio de Biblioteca Breve en 1965 a mí me encantaban los tebeos de Mortadelo y Filemón, las aventuras de El Jabato y las hazañas de El capitán Trueno, además de una pléyade de personajes como Carpanta, Josechu ‘el vasco’ o los grandes inventos de Franz de Copenhague. Mi conciencia social estaba atravesada por los intereses de un niño y las imágenes que captaban la retina de ese niño en el humilde barrio de San Lázaro de Granada.

No sería hasta muchos años después, como es fácil comprender, cuando leí Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Fue otro de los libros que me descubrieron el discurso literario y la dimensión crítica de la literatura en la Facultad de Letras, en aquel arranque de los ochenta. El libro realmente me sedujo.

La Barcelona que nos retrata Marsé en esta novela es la de esa ciudad de claroscuros y contrastes que tiene la pujanza de una urbe que trata de desprenderse de la miseria de la posguerra, con una burguesía dispuesta a consolidarse, aunque sea comulgando con el régimen franquista, y a la que llega un ejército de mano de obra barata a través de la emigración del resto de España, sobre todo de Andalucía y Extremadura.

Últimas tardes con Teresa nos muestra ese contraste social a través del codicioso Manolo ‘Pijoaparte’, un inmigrado que pretende alcanzar pronto una posición económica holgada por medio través del trapicheo y de su relación con la bella Teresa, una joven estudiante progresista e idealista, miembro de una familia de la alta burguesía catalana. Un contraste social marcado por la mísera realidad que ahoga a unos, la hipocresía social más acentuada y los caprichos de los estratos sociales más favorecidos. El destino se mostrará como juez, disponiendo el devenir de todos esos deseos. Aquí es donde apreciamos la gran dimensión del discurso social e ideológico de Marsé que quizás nos parezca, en nuestros días, sostenido con argumentos trasnochados, lo que no desmerece la fidelidad con que alcanza a reflejar las claves sociales de aquella Barcelona de los cincuenta.

Este libro volví a leerlo hace ahora cuatro años. Fue en un viaje de ida y vuelta en autobús a Madrid en enero de 2012. La lectura me hizo revivir en una mayor dimensión el personaje de ‘Pijoaparte’. ‘Pijoaparte’ es el prototipo de una sociedad de desigualdades acentuadas y de marcadas clases sociales. ¿Cuánto sería capaz de representar este tipo a los españoles de aquellos años?, seguramente mucho, en una Barcelona que recibía un aluvión de jóvenes inmigrantes, con la impaciencia de alcanzar pronto la posición económica que les sacara de la miseria que les había llevado hasta allí. Quizás no tuvieran ninguna conciencia social consolidada, pero la ambición económica les impelía mostrarse decididos a alcanzar sus anhelos. Pero ‘Pijoaparte’ es un personaje tan atemporal que no desentonaría en la época que precedió a 2012 (con la crisis económica ya declarada) de desbocada especulación y aparición de nuevos ricos, donde lo importante era ganar pronto dinero fácil sin que importaran los valores éticos y morales. Borda Marsé al personaje y, probablemente, nos retrate a muchos de nosotros.

lunes, 11 de enero de 2016

DOS DÍAS DE SETIEMBRE


Cuando leí Dos días de setiembre debía tener veintitrés años y la novela llevaba publicada por lo menos dieciocho. Fue el tiempo en que se me abrió un nuevo horizonte formativo con la matriculación en la Facultad de Filosofía y Letras de Granada, después de haber terminado mis estudios de Magisterio. Percibí un cambio notable en el enfoque académico de una carrera a otra, acaso porque la fuerza del contenido disciplinar era más potente en la facultad que lo había sido en la Normal.

Hasta ese momento mis lecturas no habían estado sumergidas en esa conceptualización de la literatura dotada por el discurso crítico e ideológico. Entonces sentí ese fuerte impulso del que están dotadas las palabras para abrir canales de conocimiento que nos conduzcan a las entrañas del individuo o al nebuloso interior de la sociedad. Con la lectura de Dos días de setiembre me pareció que Caballero Bonald nos hacía partícipes de una realidad social que exasperaba conciencias y se enfrentaba a la historia, en una disección social sobre unas tierras incapaces de superar una estructura social estancada y secular.

La novela me trasladó a las tierras ásperas del bajo Guadalquivir que conocería unos años después y en las que todavía se respiraba ese combate social, reflejo de una estructura económica latifundista que la dictadura no había hecho más que consolidar, destruyendo la laboriosa reforma agraria que se había realizado durante la República. En las tierras bajas, solariegas y endulzadas por la uva de Jerez de la Frontera todavía planeaba el fantasma de la guerra civil, como persistía en el resto de España. y como todavía parece perseguirnos.

En ella descubrimos el discurrir de una vida apegada a la tierra ahogada en las injusticias, las diferencias sociales y el conflicto de clases. Los amores, los odios ancestrales, las vidas que siguen con su existencia, las costumbres de gentes que sobreviven, las descripciones, los diálogos que tanto abundan, son algunas de las pinceladas con las que Caballero Bonald construye la narración.

Dos días en la vendimia que parecen encerrar siglos de pesadumbre y sometimiento, de dominio de unos privilegiados sobre la masa sojuzgada y humillada. Es ahí donde se muestra la rebeldía de un discurso literario que quizás trate de proyectar una luz de emancipación del ser humano.

Dos días de setiembre me permitió descubrir ese discurso narrativo comprometido y social que hasta ese momento poco o nada había sido conocido por mí. Esa realidad social plasmada en un discurso literario que me permitió conocer hasta qué punto la literatura era parte del conflicto de clases que había perdurado desde un siglo atrás, o de la complejidad con que se concibe la naturaleza humana. Esta novela fue para mí un hallazgo, pero en el panorama narrativo español significó una propuesta inestimable.