miércoles, 28 de noviembre de 2018

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Llevo días siguiendo los pasos del pequeño Archie Ferguson desde su Newark natal, pasando por Jersey City, Hoboken o Union City, hasta Manhattan, ese 'paraíso' de la abundancia, exuberante de espectacularidad hasta en la miseria escondida. Un espacio que representa la imagen de dos mundos, a la vez tan dispares como cercanos, separados por las aguas del río Hudson. "El mundo solo por el cielo solo", como diría Federico García Lorca en Poeta en Nueva York.
Desde la otra orilla, Manhattan representa un sueño. Debe serlo para los miles de viajeros que se dirigen cada día hasta la isla. Al otro lado de las aguas que surcan viejas barcazas y modernos barcos, el perfil irregular de las altas edificaciones que recortan el cielo despierta un deseo contenido por atraparlas. Eso debió ocurrirle al pequeño Archie Ferguson cuando las divisaba desde la orilla sur del Hudson.
En 4 3 2 1, Paul Auster nos invita a acompañar al joven Fergurson en sus dos primeras décadas de vida, las mismas en las que se configura la melancolía por todo lo que ha de venir, y que siguen al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando para EEUU se abre una nueva era en lo geoestratégico y en lo económico. Fueron los años de la Guerra Fría, de la lucha contra la segregación racial y la irrupción de la figura de Martin Luther King, del acceso de Kennedy a la presidencia del país o la guerra de Vietnam. Las décadas, en que por su juventud, desatarán las grandes ilusiones del joven Archie: su vocación por el beisbol y las chicas, los avatares de la familia, el despertar de la conciencia social...
La vida puede convertirse en un laberinto, pero también en un sendero susceptible de bifurcarse, trifurcarse o 'cuadrifurcarse', de seguir distintas trayectorias si pudiéramos retroceder para escoger otro camino cuando entendamos que el elegido no nos lleva a donde deseábamos o nos traslada hacia el precipicio indeseado, acaso por haber dejado a un lado a la persona adecuada o haber frustrado una ilusión por cobardía, o simplemente por haber elegir el trabajo equivocado. Estas posibilidades son las que concede Paul Auster al pequeño Archie Ferguson en las páginas de esta densa novela, en cuatro versiones paralelas de su vida.
Explorar posibles caminos en la vida a nuestro antojo, como si pudiéramos hacerlo con una máquina del tiempo, es lo que hace Auster en este caso con la máquina de la imaginación. Probablemente responda a una de las grandes aspiraciones de la humanidad: gobernar el tiempo que transcurre de modo tan implacable para nuestras vidas, ese tiempo que nos maneja, que ni siquiera es doblegado por nuestras decisiones, ni los deseos incumplidos o insatisfechos.
Archie lo practica, mejor dicho, Auster lo pone en liza al servicio de este joven, recreando distintas trayectorias en su vida. Convencido de que lo que la realidad nos niega, retroceder en el tiempo, es factible hacerlo desde la ficción, concediéndonos las vidas que queramos. Ahora bien, sin que ello suponga gobernar nuestra vida a nuestro antojo, porque nuestras decisiones, esas que marcan el rumbo de nuestra existencia, más o menos acertadas, siendo importantes, no siempre comportan un estado absoluto de satisfacción total.
Seguir los pasos entre Newart, Bergen, Lafayette, Jersey City, Hoboken o Manhatann ha sido como recrear los pasos del joven Archie. Para él, en un tiempo en que el deporte, las chicas, la ilusión por ser escritor o el flirteo con las ideas que lo tachaban de comunista cobraban gran parte de la actividad de sus días, en ocasiones de una intensidad desmedida. Hoy, casi seis décadas después, me atrevería a reconocer esos mismos pasos en los rostros de miles de pasajeros que cada día se suben al PATH, surcando bajo las aguas del Hudson, y se adentran en Manhattan como si fuera parte de la persecución de un sueño.
Las vidas que Auster narra en 4 3 2 1 del joven Fergurson, a través de una prosa densa pero fluida, nos presenta a los personajes con la misma personalidad en cada una de ellas, a pesar de situarlos en contextos distintos, tan solo diferenciados por algunos de sus gustos, consecuencia obvia de la variedad de ofertas que cada vida les ofrece en una sociedad en continuo cambio. Archie y su madre Rose siempre están ahí, aunque se prescinda de los demás familiares o se centre en unos más que en otros, según convenga. Entiende Auster que si construyes una nueva vida a una persona, no puedes prescindir de su origen, eso sería como referirse a una persona distinta. Y de eso no se trata.
¿Cuántas versiones de uno mismo podemos pergeñar sobre nuestra trayectoria vital? Las mismas que seamos capaces de construir sobre nuestras circunstancias vitales. Auster solo se atreve a cuatro, en una propuesta realmente arriesgada, pero subyugante. A mi entender, es como si no fuese necesario, la vida es lo suficientemente compleja como para que una sola historia adquiera tantos matices como deseemos. Auster simplemente la ha querido seccionar, mostrar cómo podría haber sido la vida de Fergurson de cuatro maneras distintas, de un modo estructurado, incluso pedagógico, diría yo.
Quizás para explicar la vida de una persona nos harían falta muchas más versiones que tres o cuatro, y ni con esas seríamos capaces de explicarla y, tal vez, menos, escribirla.
Una sola vida está conformada por un sinfín de historias, acaso por eso Paul Auster ha querido hacerlo de este modo en 4 3 2 1 con la de Archie Ferguson.

martes, 9 de octubre de 2018

ORDESA



De Manuel Vilas nunca había leído nada, hasta que ha aparecido Ordesa. De este autor he escuchado y leído sobre algo de lo que tiene escrito que, aparte de mediocres, rayan la trivialidad en las argumentaciones. No obstante, evolucionamos, y a poco que nos miremos, percibimos nuestro crecimiento como narradores, y supongo que los demás también. Por eso es un error anclarnos en un texto o dos, o los que sean, de hace una década o dos para valorar a un escritor, necesitamos recorrer junto a él el camino que ha seguido y ver cómo ha ido fluyendo. Y así probablemente descubramos que la capacidad para narrar se agiganta con el paso de los años.
Leyendo Ordesa he sentido el azote de la vida. Ese vapuleo que nos proporciona de cuando en cuando. Y si el azote se prolonga, es más que probable que en nuestros textos se refleje la abominación por haber nacido en este puñetero mundo. Algo de esto es lo que le ocurre a Vilas en este registro literario marcado casi exclusivamente por lo autobiográfico. Para qué inventar una historia de la vida, si con la nuestra es suficiente para decir todo lo que necesitamos decir. Si ya tenemos bastante material con lo nuestro, si somos un producto bien elaborado por nuestras frustraciones, nuestros miedos, nuestra rabia, o estar nadando siempre en la mierda que nos rodea, para qué necesitamos más.
Relatar lo autobiográfico siempre es un gran recurso literario, pero contar la vida de uno, de la propia familia, es elevar el ejercicio de introspección hasta el desnudo total. Parece que este ejercicio literario se está poniendo de moda, aunque haya precedentes suficientes en el mundo de la literatura, pero últimamente lo hemos visto a modo de confesión irrenunciable, acaso por mala conciencia o porque resulte más fácil a la hora de pergeñar una historia. Me ocurrió algo así con Cae la ira. Y percibí que le ocurrió lo mismo a Antonio Muñoz Molina en Como la sombra que se va, cuando alterna los avatares del asesino de Martín Luther King tras asesinarlo y el relato de sus aventuras nocturnas e infidelidades.
Vilas hace esto en Ordesa, contarnos sus veleidades con el alcohol y la infidelidad, aferrándose a las vivencias y a los recuerdos de sus padres. Es como si ya no nos inspiráramos tangencialmente en lo autobiográfico, sino que lo autobiográfico se convirtiera en materia explícita de ficción. Eso es Ordesa, una meditación entre “mi razón de ser y el vínculo con mis padres”, diría Vilas si pudiéramos poner la definición de su obra en boca del propio autor.
En la novela subyace el monstruo de la supervivencia en la jungla de la vida, donde se mezclan las emociones perdidas, encontradas a destiempo, el no saber qué somos y qué hacemos aquí. En el curso de la narración, la obra está instalada en un ejercicio de delirio continuo, donde el autor busca pero nada encuentra. Es la pelea a dentelladas con la vida lo que me atrae de esta novela, que en nada se parece a una novela, o quizá sí lo sea, aunque no le haga falta. Lo que el autor pretende es simplemente desahogarse, como nos gustaría hacer a muchos de nosotros, y no lo hacemos tal vez porque no hemos encontrado ni el medio ni el momento.
En el transcurso de la obra se sucede lo inconexo, aunque percibamos que se está diciendo todo lo que Vilas quiere decir a su manera. Las reflexiones que inundan el libro, por su extravagancia, improvisación y disparatadas, a veces nos parecen insustanciales, pero no se puede eludir que en ellas apreciamos también  tintes de genialidad.
La lectura de este libro nos lleva a un ejercicio de desarraigo de la vida, de la gente, de los vecinos, de los familiares, de los modos de vida, del convencionalismo que rodea a todo los que nos rodea. Al tiempo que impulsa esta sensación de desarraigo a momentos en que pudiéramos no estar en este mundo. Vilas se mueve siempre en la agonía de pensar que en cualquier momento puede dejar de estar en este mundo, y lo traslada a todo, sea efímero o insustancial.
En Ordesa, el autor se muestra obsesionado con la muerte, quizá porque en la muerte, entendida para él como una liberación y remedio de todos los males, sabe que puede volver a estar con sus padres. Él cree que nuestra esencia de seres humanos no es más que el reflejo inequívoco de aquellos seres humanos de los que venimos. Mueres y ya no estás, pero es posible que sí estés en muchos recuerdos, en gestos, en los objetos que tus padres acariciaron un día. Para él, sus padres son el espejo, como supongo nos ocurriría a nosotros si nos buscáramos inmersos en una situación de desesperación existencial como la que él refleja en la novela. A veces, el autor detesta lo que hacen o han hecho su padre y su madre, pero inevitablemente es hacia ellos adonde camina en toda la obra.
Ordesa es de esos libros que no te dejan descansar lo suficiente como para que la lectura encuentre un remanso de calma. Se mantiene viva la llama de la desazón. La acritud del narrador, que a veces lanza sobre el más mínimo detalle, sea casero o sublime, tampoco descansa. Las ‘verdades’ las cuenta con violencia y desesperante brusquedad, en ocasiones con una agresividad insoportable, incluso desdeñosa, que lleva a la lectura a una intensidad inagotable.
Es en este registro de narración hosca donde el lector queda embaucado. Vilas se olvida de la finura en el decir para centrarse en la fuerza del decir de las palabras y las expresiones que ahondan con mordacidad en las entrañas de la vida. Y es este el recurso que utiliza, consciente o inconscientemente, donde se alía con el lector, aunque a ratos la narración se nos muestre confusa y reiterativa en ideas y reflexiones.
Un libro para que no te quedes indiferente.

viernes, 10 de agosto de 2018

QUEBRADA EN EL GRAN NORTE



Siendo niños nos solían fascinar las películas del oeste. Los que éramos 'chicos de barrio' asistíamos a aquellas sesiones dobles para pasar la tarde viendo un par de películas del oeste. Nos agitábamos en las butacas ante los malvados rostros de los malos o el ataque de los indios a una caravana, y pateábamos la tarima de madera del suelo cuando aparecían los buenos, en su papel de salvadores, o la caballería a toque de corneta. A estos recuerdos me ha llevado la lectura de Quebrada en el Gran Norte, la última novela de Ángel Fábregas (1963) que, aunque no se trate de una obra que relate la trama de una película del oeste, sí tiene mucho que ver con el contacto de los españoles con las tribus indias en la fluctuante frontera norte de la América Hispánica. Aquellos mismos indios de las películas americanas (apaches, comanches...) fueron los que unas décadas antes, previas a la independencia de Nueva España, se relacionaban con los pobladores españoles asentados en las ciudades y poblados que hoy se sitúan al sur de Estados Unidos.
Ángel Fábregas, novelista nacido en Granada, publicó en 2015 la novela Sulayr, dame cobijo y se embarcó en 2017, como responsable y prologuista, en el proyecto “Granada imaginaria”, editado por el periódico Ideal.
Quebrada en el Gran Norte es un fastuoso texto que articula una soberbia historia sobre un periodo de la historia de España, finales del siglo XVIII e inicios del XIX, incardinado, allende los mares, en tierras de la América Hispánica, en el territorio fronterizo de Nueva España con los espacios ignotos de América del Norte, donde se situaba entre inestable y peligrosa la última frontera del imperio español. Era el territorio habitado por numerosas naciones indias: apaches, comanches, navajos, yutas, pananas..., ambicionado asimismo por los ingleses, primero, y el nuevo país surgido de las Trece Colonias, EEUU, a lo largo del siglo XIX en su afán expansionista hacia el oeste.
Quebrada en el Gran Norte es el relato de Rodrigo Úbeda a modo de confesión en sus últimos días de vida. El protagonista, descendiente de judíos de Granada emigrados a estas tierras, va entretejiendo trazos de su propia existencia desde su nacimiento y primera infancia en Granada hasta su asentamiento en distintas ciudades de la Nueva España. En estos recuerdos, Rodrigo tendrá muy presente a su madre, una mujer con fuertes convicciones religiosas que nunca renunció a sus secretas prácticas litúrgicas judías, aunque supusieran para la familia tener ojo avizor a la Santa Inquisición, incluso en tierras americanas. La actividad del Santo Oficio estaba todavía en pleno auge y no sería abolido hasta las Cortes de Cádiz de 1812, aunque perviviendo en los periodos absolutistas del reinado de Fernando VII, para ser derogado definitivamente en 1834.
En la novela son varios los temas a destacar: el amor con la joven Inés Romero, rescatada del seno de los comanches, los procesos de cristianización de los indios, las tumultuosas relaciones entre españoles y naciones indias que dieron pie a sanguinarios enfrentamientos, pero también a acuerdos de paz, desacuerdos, rebeldías, sometimientos, confrontación de mentalidades y costumbres, ya a intercambios culturales. Asimismo en la novela encontramos la irrupción de enfermedades, fundamentalmente la viruela, que diezmaron a las poblaciones aborígenes, a veces derrotadas más por la acción de los virus que por las armas de los conquistadores.
Estamos frente a un texto de gran riqueza en expresiones de la época, capaz de imbuirnos en la atmósfera histórica de aquel tiempo. Al tiempo que el relato de Rodrigo Úbeda nos descubre a pueblos, tribus, naciones indias..., que se van sucediendo en la novela para ilustración y conocimiento del lector. En la búsqueda de ese objetivo, la obra roza lo épico, a semejanza de aquellos relatos sobre grandes aventuras que recreaban las expediciones de Amundsen o Scott a la Antártida o de Francisco de Orellana adentrándose en el más inhóspito Amazonas, o los que versaban sobre las incursiones en las inescrutables aguas de los ríos africanos o las tierras altas del continente rojo.
Con lenguaje cuidado, adaptado a las formas expresivas, vocabulario o a los giros verbales que se utilizaban en el siglo XVIII, leyendo las páginas de esta novela tiene uno la sensación de tener delante un documento de la época. El vocabulario utilizado, por otra parte, hace gala de precisión y pertinencia para trasladar al lector al conocimiento de aquel momento histórico. Al final del libro existe un oportuno glosario para aclarar muchos de los términos utilizados.
Quebrada en el Gran Norte es, por otro lado, un testimonio histórico de esta parte de la conquista española de América. Describe no solo tribus, grupos étnicos, costumbres..., también, en ocasiones, por las encomiendas que le hacen los distintos gobernadores, Rodrigo entrará en una simbiosis cultural con aquellos pobladores, realzando el entendimiento que alcanza con ellos. Su buena sintonía, en momentos no exenta de una valiosa empatía, le llevará incluso a allanar las relaciones con las tribus más díscolas: apaches y comanches, y dirá: “Hasta con estos contumaces me entendí algunas veces”. Incluso más que lo hicieran los propios frailes, obsesionados como estaban en su tarea de pescar almas.
En algún momento, el protagonista en estos contactos con los indígenas se desenvuelve movido de un sentido antropológico: conocimiento de sus vidas, costumbres, modo de interpretar el mundo..., curioseando a los hombres y a las mujeres de toda edad, el modo en que criaban los caballos o jugaban con un palo y una pelota de trapo o pellejo.
El capítulo “Gran Norte”, donde Rodrigo y Juan José siguen los pasos del huido Gonzalo, es un alarde antropológico, al adentrarse en la vida de los comanches, de sus contactos íntimos con los caballos o de sus historias de pueblo que miraba a las montañas del norte, origen de esta nación y orgullo ancestral. Y en ese caminar tras el chico, se adentrarían en tierras de la América del Norte, donde conocerán a más pueblos y a más naciones.
El relato de Rodrigo Úbeda representa esa mirada al pasado, a veces amarga, cuando los recuerdos se amontonan en la vejez. En sus reflexiones, con una vida ya marcada por los pasos del escepticismo, expresará su desconfianza hacia los gobiernos y las patrias:
Como fieis de lo que suponga el gobierno, sea de España o de México, mejor dormirse. Nadie nos dará nada. A mí igual me viene por lo que me resta. Nunca me dio nada ninguna de esas patrias, sólo la tierra y los ríos me dieron. He sido del camino, no tuve más raíz. Creo en mis brazos y en mis piernas; el horizonte corre más allá de donde alcanza la vista... Esta atierra nos tornó de esa manera tan bella. Encontré mi patria verdadera y a los dioses que no tenía en estos caminos...” (p. 221).
La dureza de aquella vida en contacto con tanta crueldad, utilizando la fuerza y la represión como armas de sometimiento, convertirá la pr esencia en aquellas tierras en una odisea en el fin del mundo. El malestar de los funcionarios reales era patente: “Les agriaba el carácter saberse en el fin del mundo y maldecían su suerte”.
Ángel Fábregas consigue con Quebrada en el Gran Norte rescatar trazos de la existencia de los españoles en unas tierras tan lejanas a la metrópoli, que habitualmente ha pasado desapercibida para el conocimiento de la presencia española en estas tierras de América del Norte. La novela, en este sentido, con una base documental importante, se convierte así en un texto muy ilustrativo para aproximarse a ese conocimiento de la historia de España.