miércoles, 22 de marzo de 2017

PATRIA


En el camino de mi próxima novela me he encontrado con Patria, la novela de Fernando Aramburu. El País Vasco y la realidad social y política de los últimos cuarenta años es el contexto donde se desenvuelve esta historia de dos familias que pasaron de la amistad profunda a la enemistad manifiesta. El terrorismo, como telón de fondo, es el eje sobre el que pivotan las relaciones de sus protagonistas.
En mi caso, el proyecto de escribir una novela que tuviera como marco el País Vasco arrancó allá por el año 2011. Mis distintos viajes a Vitoria y Mondragón se fueron llenando de experiencias personales y reflexiones sobre lo que me inspiraba aquella tierra. Este cúmulo de pensamientos y percepciones fue persuadiéndome de que tenía una historia que contar.
Los autores solemos vivir aislados, cada uno con su proyecto, ensimismados en la historia que nos bulle y rebulle en la cabeza. Así es este trabajo ermitaño de creación. Cuando el proceso de creación está en marcha, solo nos atrevemos a desvelar en alguna ocasión pinceladas de lo que estamos escribiendo, como si fuera parte de la necesidad de verbalizar lo que se mueve por la mente y se va reflejando en el papel. Por eso, cuando la novela Patria fue publicada, en septiembre de 2016, encontré que mi novela tenía una pareja de baile, desconocida hasta entonces. Después he tenido oportunidad de leerla. Aquí os dejo una parte de mis impresiones.
La novela de Fernando Aramburu, aparte del placer de su lectura, me ha supuesto una lección magistral de cómo abordar una historia donde se entrecruzan tantos sentimientos contradictorios, que afectan a múltiples sensibilidades, asentadas tanto en la tierra como en sus gentes. En Patria, la atmósfera de los años de sangre y horror, de miedo contagiado a fuerza de amenazas y miradas inquisitivas, alcanza momentos sublimes. Era aquel tiempo en que las vidas estaban atrapadas en un entramado de relaciones propiciado por un ambiente de asfixia social. Ser señalado por el terror era el peor castigo que te podía caer. Quedar bajo ese yugo era ser golpeado por la desgracia; y lo menos grave podía ser: quedar marginado socialmente.
La presencia de ETA en todo este tiempo, junto a la izquierda abertzale que la respaldaba  socialmente y la sostenía en las urnas, justificando cada acción terrorista, hicieron del territorio vasco un espacio en el que para muchos resultó imposible vivir. ETA, a través de sus sicarios, decidían los objetivos, sobre ellos caía la desgracia, sobre la que ya no cabía discusión.
Los personajes de Patria, movidos muchas veces por sentimientos muy primarios, nos desvelan la carga ideológica y de fanatismo del terrorismo. Sin grandes alardes de reflexión metafísica, vemos cómo son capaces de renunciar a su vida, a la amistad, a compartir una merienda o a mirarse a los ojos. Fácilmente quedan atrapados por actitudes fanáticas, capaces de anular al ser humano. Sin reflexión alguna, sostienen y defienden consignas, que seguramente no considerarían en un contexto diferente, donde el valor del ser humano se respetara.
El lenguaje cortante, austero, directo y contundente, sin muchas concesiones, que deambula por la novela, no es solo el reflejo de una manera de hablar, es la consecuencia de la amargura instalada en la vida de cada personaje. Miren y Bittori, ese tosco escepticismo, reflejan esa aflicción que había caído sobre ellas, por distintos motivos, pero de la que no sabían, o no querían, despojarse. Un sufrimiento impuesto, de consecuencias fatales para sus vidas: la amistad rota, a la que tuvieron que renunciar forzadas por la ingratitud impuesta desde el entorno.
Patria aproxima al lector a esa realidad a través de la seducción. El relato está lleno de magia verbal, con formas sencillas de decir lo que se quiere decir. La historia está llena de referencias a la gente, acudiendo a sus comportamientos, y nos permite, a través de ellos, reconocer cómo fue la vida de esos años en Euskadi. Los personajes son variados, al tiempo que tan sencillos como potentes, sobre todo los femeninos, magistral reflejo  del papel que juega el matriarcado en la sociedad vasca.
En la novela, las vidas discurren, van y vienen, del pasado al presente, del presente al pasado, porque todo es parte de la misma sinrazón que se impuso durante decenios. No importan los saltos en el tiempo a que nos lleva el autor, ni el nicho vital de cada personaje, el lector queda imbuido por la avidez de saber hacia donde discurren los acontecimientos que, aunque conocidos, le hacen interesarse por saber en qué medida afectaron a los personajes.
El tema que aborda esta novela de Fernando Aramburu es tan sugerente como necesario. Afrontarlo desde la literatura es otra manera de contribuir al necesario clima de paz, al que solo se llegará si somos capaces de encontrar respuestas que nos permitan explicar en qué consistieron tanto los desajustes sociales, como los dramas personales. Estamos, sin duda, ante una obra que no defraudará al lector y que desde aquí la consideramos de lectura imprescindible.

jueves, 16 de marzo de 2017

EL ASTILLERO


A veces con un libro tiene uno la sensación de haberlo leído antes. Es lo que me ocurrió con El astillero de Juan Carlos Onetti. El regreso a una ciudad que fue tuya, la rememoración de vivencias y escenas que viviste anteriormente, el descubrimiento de matices de los que no fuiste consciente... Los regresos a nuestros espacios vitales, que es lo mismo que regresar a nosotros mismos, están llenos de coincidencias y terminan siendo coincidentes en todos nosotros.
Onetti en El astillero se suma a esa poética narrativa que está presente en Kafka, Céline o Faulkner. La poética que sentí tan mía cuando me enfrenté al reto de escribir La renta del dolor, donde las incertidumbres de Matilde Santos se llenaban de porosas sensaciones, ávida por no perderse nada de tanto como había dado por perdido en el exilio, y que con la vuelta la vida le ofrecía una segunda oportunidad. Tuve la sensación, cuando caminaba de la mirada de Matilde Santos, que todos en nuestra existencia casi siempre regresamos de algún exilio. Es lo que le ocurre a Larsen cuando regresa a Santa María en  El astillero
En esta novela parece que no existe historia alguna. Onetti acumula personajes en un aparente desorden, sin que parezca que son parte de una historia construida, donde a cada uno se le ofrece un rol y que entre todos va dando forma. Los personajes caminan por un truculento laberinto que les hace estar siempre en el mismo sitio. No tienen un rumbo al que dirigirse.
Ahí tenemos a Larsen, Kunz, Petrus, Gálvez, su mujer o Angélica Inés, tejiendo sus relaciones sin un objetivo claro. Superviven en estados de soledad, se dirigen la palabra, piensan. Es como si se nos desvelasen las vidas de unos seres que solo aspiran a sobrevivir en una existencia impuesta por la naturaleza, simplemente por el hecho de haber nacido. No es muy diferente esta visión de Onetti a las realidades que percibimos en el mundo que nos rodea: vidas solitarias, apagadas, que deambulan, como si no tuviesen interés de buscar razones internas que expliquen qué se pinta en este mundo.
Larsen, conocido ya en La vida breve, vuelve a Santa María cinco años, después que fuera expulsado por el gobernador. Le mueve la venganza, que es otra manera que tenemos de volver al pasado o a territorios que nos acogieron alguna vez. Regresa porque siente que ha dejado cabos sueltos en un retazo de su vida y, quizás también, para abrirse a un futuro que lo libere. 
Todo El astillero es un escenario pleno de decrepitud, ruinas, herrumbre por doquier. Foco de desechos, no solo materiales, también de miserias humanas. La atmósfera que envuelve las páginas de la novela está sumida en el caos. Acaso en ella podamos entender algunas de las claves de la desolación que invade al hombre de nuestro tiempo.
No está exenta la lectura de El astillero de intensidad en la prosa, ni de los destellos de fuerza narrativa con los que Onetti la ha dotado.