sábado, 5 de septiembre de 2009

‘La renta del dolor’ en ‘Papel Literario Digital’


La revista digital de Literatura y Crítica Literaria, Papel Literario Digital, que coordina el escritor José García Pérez, en su sección ‘Libros para leer’ recomienda la lectura de La renta del dolor. En el equipo de redacción de la revista también están los escritores como Carlos Benítez, Antonio García Velasco, Francisco Morales Lomas, Antonio Quesada o José Sarria Cuevas.
Papel Literario Digital viene publicándose como suplemento del Diario Málaga desde hace aproximadamente diez años (el número 1 digital corresponde al 446 impreso y su edición ha sido semanal). En la declaración de intenciones, se dice que Papel Literario Digital “se ha caracterizado siempre por su independencia y su apertura a todas las corrientes críticas. Sus colaboradores suelen ser críticos de reconocido prestigio y siempre ha estado abierto a la publicación de todas las colaboraciones de rigor y calidad”.

Si estáis interesados en el texto que sobre la novela incluye Papel Literario Digital, el enlace es el siguiente:
http://www.darrax.es/typo1/index.php?id=269&tx_ttnews%5btt_news%5d=3304&tx_ttnews%5bbackPid%5d=955&cHash=766f38a8a7


lunes, 31 de agosto de 2009

'La renta del dolor' en la revista 'Alhucema'


El poeta José Luis Abraham ha reseñado La renta del dolor en el último número de la revista Alhucema. La ha titulado ‘La memoria del olvido’.
José Luis Abraham es un profundo conocedor de La renta del dolor. No en vano ha dedicado tiempo a su lectura y análisis.
El poeta remata la reseña con esta síntesis: “La renta del dolor supone un testimonio de la incertidumbre de las vidas humanas, aventura individual y crónica oscura de una colectividad”.

Referencia bibliográfica de la revista:
Alhucema, Revista de Literatura y Teatro, nº 22
Julio a diciembre de 2009

Si estáis interesados en la lectura de la reseña, el enlace es el siguiente:
http://perso.wanadoo.es/emoball/alhucema/libros22.htm#Lara

miércoles, 5 de agosto de 2009

La biogafía de Matilde Cantos, reseñada en Paraguay




La prestigiosa poeta, narradora y periodista, Delfina Acosta, ha publicado una reseña de la biografía de Matilde Cantos Fernández, Matilde Cantos, el compromiso social, en ABC Color de Paraguay.
Contemplamos con satisfacción que el personaje que inspira a la protagonista de La renta del dolor, Matilde Santos. ha encontrado eco en tierras americanas. Ella que tanto trabajó por las gentes de México, encuentra ahora que desde la otra orilla del océano Atlántico, aunque sea en otro país, su figura de mujer y el legado humano que nos ha dejado son reconocidos y apreciados.



Delfina Acosta es una creadora nacida en Asunción, aunque como ella misma nos dice en su blog (http://delfinaacosta.blogspot.com/) su infancia y su juventud pertenecen a Villeta, donde cursó sus estudios primarios y secundarios. Aunque química-farmacéutica de profesión, se ha dedicado a la creación literaria desde muy joven. Recomiendo una mirada a su blog para conocer mejor su biografía y su obra. No obstante, Delfina es columnista del diario ABC Color, donde hace comentarios literarios sobre los escritos de poetas y narradores en el Suplemento Cultural del mismo diario. Actualmente dirige el Taller de Poesía de la Universidad Iberoamericana.

El enlace de la reseña que Delfina Acosta publicó el 17 de julio de 2009 en ABC Color, bajo el título "Matilde Cantos, el compromiso social", es el siguiente:

http://www.abc.com.py/abc/nota/4503-Matilde-Cantos,-el-compromiso-social/

sábado, 25 de julio de 2009

'La renta del dolor' en la revista 'Cartagena histórica'


La revista Cartagena histórica se ha hecho eco de La renta del dolor. En su último número de mayo-junio recoge una reseña de la novela.
Dice así como colofón del comentario que hace: "Entre realismo expresionista y social, y entre verdad histórica y ficción, Antonio Lara Ramos ha dado su primer paso en el terreno de la novela confiando a la literatura la representación total de la vida como medio de comprrensión y reconciliación".
Agradecemos desde aquí el espacio que la revista le ha reservado a la novela.
Si te interesa leer la reseña, pincha sobre la imagen.
La referencia bibliográfica de esta revista es:
Cartagena histórica, n. 29, mayo-junio 2009.

miércoles, 17 de junio de 2009

Matilde Cantos, el personaje que inspira 'La renta del dolor'


Matilde Cantos, el compromiso social es el título de la biografía sobre esta granadina que acaba de editarse. Se trata del personaje en el que se inspira la protagonista de La renta del dolor, Matilde Santos.
Matilde Cantos Fernández (1898-1987) vivió, sintió y anheló a su ciudad, Granada. Pero su historia personal la alejó de ella casi siempre por tristes circunstancias. Y entonces su vida estuvo marcada por la lucha a favor de la libertad, la emancipación de la mujer, la atención a los demás y el exilio en México. En esta biografía se traza la ajetreada e intensa vida de Matilde, con el horizonte marcado por su compromiso social y político.
El pasado día 16 de junio se inauguró en Granada el Centro de Inserción Social 'Matilde Cantos Fernández'. Era necesario que la figura del personaje histórico fuese conocida y reconocida por la sociedad. A este objetivo obedece la publicación de su biografía.

sábado, 16 de mayo de 2009

Feria del Libro de Sevilla 2009, firmando 'La renta del dolor'


En la tarde del día 15, viernes, tuvimos la oportunidad de participar en la Feria del Libro de Sevilla con la firma de ejemplares de La renta del dolor en la caseta de RD Editores.
El marco de la sevillana plaza de San Francisco, con una temperatura muy agradable, nos hizo pasar un rato muy grato en compañía de algunos amigos.
Con los lectores tuvimos la oportunidad de comentar algunos detalles de la novela.

viernes, 24 de abril de 2009

Llegó el momento de la firma de 'La renta del dolor'

Antes de la firma de libros, iniciamos la tarde del 23 de abril con la asistencia a la celebración del Dia Internacional del Libro, en la Casa de los Tiros, donde el delegado de Cultura de la Junta de Andalucía, Pedro Benzal, leyó el 'Manifiesto a favor de la Lectura' escrito por Emilio Lledó.
En el mismo acto, a continuación, hubo una lectura continuada de poemas de la antología de Antonio Machado editada para la ocasión.
Con el agradable eco de los versos del poeta lanzados al viento por diferentes voces, nos traladamos a la caseta de firmas de la Feria del Libro en Puerta Real, justo el lugar de Granada que sirve para ilustrar la portada de La renta del dolor. Aunque bien es cierto que la imagen que la ilustra es de una época pasada.
Ya instalados en la caseta, iniciamos la firma de ejemplares de La renta del dolor a los lectores que se acercaron hasta nuestra mesa.

Éstas son algunas imágenes de la firma:


viernes, 17 de abril de 2009

XXVIII Feria del Libro de Granada, firma de libros



La renta del dolor en la Feria del Libro de Granada, 2009

El próximo día 23 de abril, Día del Libro, a las 21 horas estaremos en la Caseta de Firmas de la XXVIII Feria del Libro firmando ejemplares de La renta del dolor.

Será un placer atender las peticiones de firma y, de camino, que podamos conocernos personalmente.
Los libros siempre representan algo muy entrañable. La Feria del Libro es una oportunidad para disfrutar de la magia que son capaces de transmitir.
Allí estaremos para firmar La renta del dolor a todos los que queráis.

Así se recoge en la página web de la Feria del Libro de Granada la cita para la firma de la novela:

http://www.ferialibrogranada.es/index.php?pageNum_Recordset1=1&totalRows_Recordset1=12%20class=
http://www.ferialibrogranada.es/ficha_noticias.php?id=7

miércoles, 25 de febrero de 2009

'La renta del dolor' en el blog 'asamblea de palabras'


El actor y poeta Francisco Cenamor le ha dedicado un aprecido espacio a La renta del dolor en su blog 'asamblea de palabras'.
Incluye un comentario del poeta Miguel Ángel Contrerasy un reseña biográfica de éste que escribe.
Gracias por esta consideración a mi persona y a mi obra.
El blog editado por el propio actor y poeta, como reza en su cabecera, está dedicado a presentar recursos para leer y escribir, libros, talleres y cursos, revistas literarias, concursos, poemas y cuentos. Asimismo, incluye enlaces a otras webs con recursos literarios.
Merece la pena que os déis una vuelta por él. Seguro que encontráis algo que os interesa.

El enlace es el siguiente:

martes, 10 de febrero de 2009

Miguel Ángel Contreras reseña la novela en 'Ideal'

El pasado día 7 de febrero, el poeta Miguel Ángel Contreras ha publicado una crítica de La renta del dolor en el periódico Ideal.
En un excelente artículo se ha referido a la contribución de la novela en el tema de la memoria histórica. 'Sin rencor, sin olvido' es como ha querido titular su análisis, y con él y el texto que lo justifica creemos que ha atinado en lo que esta novela representa.

Reproducimos el texto de la crítica a continuación:

"Algunas novedades literarias tienen la virtud de ofrecerles a sus lectores la posibilidad de un diálogo a través de ciertos temas y situaciones que, aún siendo fruto de una actualidad puntual, hunden su referente en el inconsciente colectivo más profundo.
Cuando se abrió hace varios años el debate sobre la memoria histórica, las sensaciones que provocó en muchos de nosotros fueron, en ocasiones, encontradas: por un lado, era de justicia y de madurez democrática restituir el recuerdo de tantas víctimas de la Guerra Civil y la dictadura a las que se les había abandonado en las cunetas del olvido; por otro, en una sociedad tan amiga del enfrentamiento y del desencuentro enquistado, este hecho parecía ofrecer un elevado riesgo de abrir viejas heridas y antiguos rencores que todos deseábamos enterrados para siempre.
La novela ‘La renta del dolor’, de Antonio Lara Ramos (Sevilla, R.D. Editores, 2008), nos recuerda desde el arquetipo que representa su protagonista principal, Matilde Santos, el drama que supuso para tantos hombres y mujeres los años de exilio a los que se vieron abocados, tras tener que abandonar España en 1939, dejando atrás amigos, familiares, paisajes y vivencias; y cómo la vuelta de muchos de ellos durante los últimos tiempos de la dictadura se hizo de manera silenciosa con el mero propósito de recuperar su arraigo. En la novela, la Granada que su protagonista se encuentra a mediados de los 60 es el testigo más evidente del paso del tiempo transcurrido, siendo la ciudad una figura más en toda esa reivindicación de un pasado: la fisonomía de Granada había cambiado, también su vega e incluso sus gentes, que empezaban a intuir los aires de libertad que se acercaban en el ambiente. Y sin embargo, Matilde Santos, al igual que la mayoría de los exiliados que en esa época regresaron, no volvieron con rencor.
La actitud de generosidad y de concordia que tantas personas tuvieron durante la década de los 70, y que está recreada en ‘La renta del dolor’, ayudó en su día –y mucho– a que España tuviera una transición hacia la democracia que la mayor parte de los historiadores han calificado como modélica. Nuestro pasado más próximo durante la transición es un ejemplo de sentido común y de consenso que no debemos de olvidar. Como tampoco debemos de olvidar todos aquellos episodios de nuestra historia más reciente que nos resultan espinosos y difíciles de comprender, ya que «los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla».
Honrar la memoria de todas las víctimas de la Guerra Civil es una exigencia para una sociedad recuperada. Eso sí, como se percibe en Matilde Santos, la reivindicación de nuestra memoria histórica tiene que estar liberada del rencor y el revanchismo propios de los pueblos que no han aprendido nada de su historia, pues ser conscientes de nuestro pasado nos servirá colectivamente para que éste nunca más vuelva a repetirse".

domingo, 8 de febrero de 2009

Presentación en Oviedo


La renta del dolor se ha presentado en Oviedo, en la sede social de Tribuna Ciudadana (Santa Susana, 41).
En el acto participaron el presidente de 'Círculo Cultural Pigmalión', Miguel Alarcos Martínez, y los poetas Carlos Iglesias Díez y Miguel Ángel Contreras.



sábado, 7 de febrero de 2009

'La renta del dolor' viaja a Oviedo


Gracias a la magnífica labor del 'Círculo Cultural Pigmalión', que se encargó de la organización del acto, y a la generosa colaboración de la institución cultural ovetense Tribuna Ciudadana, La renta del dolor se ha presentado en Oviedo.

sábado, 24 de enero de 2009

'La renta del dolor' en Lecturalia

La renta del dolor en Lecturalia, la red social de literatura, comunidad de lectores y comentarios de libros.
Si queréis leer la reseña que en ella se hace de la novela o hacer algún comentario, no tenéis más que pinchar en el siguiente enlace:

http://www.lecturalia.com/libro/25364/la-renta-del-dolor

jueves, 22 de enero de 2009

Presentación de 'La renta del dolor'

El martes 16 de diciembre de 2008, en la Fundación Euroárabe (Granada), se presentó La renta del dolor.
La presentación corrió a cargo de dos grandes amigos: el poeta Luis García Montero (mi 'casi hermano') y Antonio Claret García (presidente de Caja Granada). Nos acompañó el director de RD Editores, Ignacio García.
El acto discurrió de manera muy entrañable. La figura de Matilde Cantos (nuestra Matilde Santos) centró la atención de las intervenciones.
Entre los asistentes se pudo advertir la complicidad en la recuperación de la memoria histórica que Matilde representa.



Entrevista en 'Granada Hoy'


Si quieres leerla, éste es el enlace:

'La renta del dolor' en el universo bloguero

La renta del dolor también está reseñada en los blogs. Un espacio de la Red que últimamente está alcanzando una gran proyección.
Desde aquí quiero agradecer al poeta Julio César Jiménez y el sociólogo Paco Álvarez Matínez que hayan dejado un hueco en sus blogs para la novela.
Los enlaces los tenéis aquí:

Entrevista en 'La Opinión de Granada'


Entrevista en el periódico 'Ideal' de Granada


Los personajes de 'La renta del dolor'

Matilde Santos
Vive un largo exilio en México durante treinta años. Regresa ya anciana a España y se instala en su Granada natal. Es la expresión de la España que no fue. En ella se truncaron todos los sueños, como los que se volatilizaron un día para una España que quería un proyecto político y social diferente al que le impusieron los vencedores de la guerra civil. Pero Matilde volvió a España y miró hacia atrás sin rencor porque sabía que aquel proyecto podía todavía rescatarse y acunándolo hacerlo realidad de nuevo. Y así nació la España democrática que hoy disfrutamos, con sus aspectos mejorables, pero con un marco político y social que permite mirar hacia adelante.

Eduardo Domínguez, el maestrito
El amor frustrado de Matilde. Se quedó en España y desde su labor docente fue un activo opositor contra el régimen.

Antonio Herrera, Toño ‘el herrero’
Un hombre con la identidad perdida, como otros muchos que no fueron capaces de alzar su voz contra la injusticia del régimen. Su actitud mancilló su dignidad y eso le pesó como una losa imposible de mover.

Antonio, su primo
Un hombre del régimen, con un compromiso con su prima Matilde. Un hombre que representa la mejor cara del régimen.

Valentín Hiniesta, ‘Valen’
Es la ilusión de la España que por entonces no podía ser, pero que no se arredraba y confiaba en que algún día pudiera hacerse realidad.

* Si quieres destacar algún rasgo de estos personajes, o destacar otro de la novela, hazlo con un comentario.

'Andalucíacultura,com' con la novela

La revista digital Andalucíacultura.com incluyó en el nº 66, entre las novedades literarias, el lanzamiento de La renta del dolor.
Asimismo, aparecía en la página 6 una reseña de la novela.
Podéis ver su contenido en el siguiente enlace:
http://www.andaluciacultura.com/Numeros/Numero66.pdf

RD Editores la presenta en su página web

AUTOR: Antonio Lara Ramos (1957) es doctor en Historia Contemporánea y licenciado en Ciencias de la Educación. Junto a la docencia, como profesor de Historia, ha desarrollado una fructífera labor en el campo de la investigación histórica, con la publicación de varios libros sobre esta disciplina y más de una veintena de artículos en distintas revistas especializadas. Colaborador habitual con artículos de opinión en el periódico Ideal y en otras publicaciones locales.
SINOPSIS: La simple visión de los picos de Sierra Nevada hizo aflorar un llanto que Matilde Santos había reprimido durante sus largos años en el exilio. Aunque cargada con la esperanza de recuperar un pasado que se le hurtó desde su salida de España en 1939, ella no dudará en convertirse en activa protagonista en la presente lucha por la democracia de esos últimos años del franquismo. Sin rencores pero sin olvidos, la protagonista nos concede la oportunidad de asomarnos a un pasado que debe servir, desde la concordia y la conciliación, para construir el ilusionante futuro que las primeras elecciones brindaba. Pero la vuelta del exilio es también la vuelta al amor que se truncó por la guerra, que marcó profundamente su vida en la lejanía y que, aunque ya fuera como mero testimonio de otro tiempo, trata de que no se olvide.

¿Qué significa para mí 'La renta del dolor'?


Esta novela representa la culminación de una idea que me rondó en la mente durante casi dos décadas. Desde que el personaje femenino que la protagoniza paseaba frecuentemente su cuerpo envejecido con ‘andares de pato’, como solía decir, y una sonrisa regalada en su rostro limpio a sus vecinos por el entramado de calles de la Granada vieja. Llegó a su tierra cargada de años, vivencias y recuerdos que tuve la suerte de compartir con ella de primera mano.
No podía dejar que su recuerdo volara por los aires de la nevada sierra y, amparado en la ficción, Matilde Santos viene a rememorar aquel tiempo. El tiempo donde las ilusiones truncadas a fuerza de represión empezaron a atravesar las conciencias de unas gentes que ya no se resignaban.
Matilde regresa tras un largo exilio para recobrar las sensaciones que dejó cuarenta años antes, pero no sólo se posiciona en la nostalgia, se incorpora a la lucha que mueve al compromiso con la democracia. El presente interesa mucho a la protagonista como también el futuro democrático que en su tiempo se cercenó.
Pero la vuelta del exilio es también la vuelta al amor. Al amor que se truncó por la guerra, que marcó profundamente su vida de exiliada y que, aunque ya fuera como mero testimonio de otro tiempo, trata de que no se olvide.
Deseo que la lectura de La renta del dolor os transmita tantas o más sensaciones que las que he vivenciado en los casi seis años de su gestación.

'La renta del dolor', primer capítulo

1

Reclinada plácidamente en el asiento número

cincuenta y cuatro, y a pocos minutos de que el avión
tomara tierra en Barajas, a Matilde Santos le pareció que
aquella ausencia no había sido tan prolongada, acaso por
ese recurso de la mente que se empecina en olvidar pronto
todo pasado doloroso. Era como si en ese momento pudiera
agolpar en una sola mano las tres décadas que había estado
alejada de tantas cosas que alguna vez significaron tanto.
Volvía de nuevo para reencontrarse con ellas, para sacarlas
de un cofre invadido por las telarañas del tiempo, regresaba
a esa vida que ni siquiera los olvidos forzados habían
extinguido. Han cambiado demasiadas cosas en España,
sugería su mirada apacible, honda, encallada, perdida por
la ventanilla, mientras una ráfaga helada de incertidumbre
cruzaba su mente musitando quizá me sienta una extraña.
No conseguía imaginarse —ahora parece que poco le servían
las informaciones, las cartas recibidas o los rumores
que corrían entre los exiliados— cómo sería ese país que
se avistaba todavía con rostro de mapa geográfico, de contornos
imprecisos, algo difuso, garabateado por una capa
de aire denso usurpada por la pertinaz e insolente frigidez
primaveral. Una imagen que desvelaba siluetas de montañas
queriendo sacudirse la caspa invernal y diseminadas
manchas blancas de pueblos asentados entre campos enverdecidos
por una marea de crecidas espigas. Su mente se
debatía en el desasosiego. Sólo estoy segura de una cosa, el
mismo pensamiento que aupó al poder a la media España
sublevada sigue vigente, los que se alzaron en armas contra
la República, también, y aquella especie de nube negra que
restringe libertades y cierra las bocas de los disidentes, que
se posó sobre la vida de los españoles con total indecencia,
ahí está, sin culpa, con descaro. La torpe sensación de que
aquella ausencia había sido más efímera se fue disipando
a medida que surgía el recuento, acaso estimulado por la
agitación infantil de sus dos acompañantes, de los años vividos
en México. Se cifraban en un tercio de su vida, y
habían dado para mucho, no era tan fácil despacharlos con
un simple repaso. No, no ha sido tan poco tiempo —pensaba,
entre tanto el gran pájaro metálico, ingrávido, ligero,
revoloteaba a la espera de acomodarse para enfilar la pista
del aeropuerto—, salí siendo una mujer joven, fuerte y con
muchas energías, y vuelvo gastada por los años, con el cuerpo
a punto de consumirse y embestido por los achaques.
Su ánimo, atravesado de cuando en cuando por crecientes
ráfagas de expectación e incertidumbre, se debatía
entre la curiosidad por todo lo que le aguardaba allá abajo
y un sentimiento de añorada lejanía hacia lo que dejaba
atrás. Habían sido muchos años evocando a España, queriendo
volver a verla, y ahora que se presentaba el momento
del reencuentro las dudas no dejaban de emerger,
precipitándose con el mismo vértigo que la nave iniciaba
su aproximación a la tierra. Ni su vasta experiencia, ni el
arsenal de heridas acumuladas en su bregada existencia,
eran capaces de ofrecerle ahora suficientes asideros para
mantener la calma. Era como si retoñara en ella de repente
aquella turbación infantil que le había angustiado en
noches intranquilas en casa de la abuela Ana.
De vez en cuando sus acompañantes la sacaban de esta
nebulosa que teñía de desconcierto su futuro. Observaba
con un soslayo consentido a la pareja de recién casados
que en los asientos contiguos había compartido con ella
este largo viaje. Llegaron jadeantes, con la lengua fuera, a
punto de perder el embarque por las interminables despedidas,
y los veía ahora como se revolvían en sus butacas,
inquietos, expectantes, posesionándose de la atención del
otro, dominados por la curiosidad que les provocaba el viaje
a una tierra lejana y desconocida. A ratos le hacían preguntas
que ni siquiera tenían respuesta. Les respondía casi
sin pretenderlo. No quería distraer su pensamiento, sólo
pensar en la ciudad que le aguardaba allá abajo, imaginándola
—quién lo diría— como una auténtica desconocida,
a pesar de haber vivido en ella durante más de siete años.
Ha terminado por renunciar al pretendido sosiego que
estos compañeros de viaje no están dispuestos a concederle.
Se resigna y, si acaso puede, trata de recobrar el hilo de los
pensamientos que no han dejado de asaltarle. De repente
irrumpe una voz femenina que sale por los altavoces situados
en la parte delantera de la cabina, inopinadamente la
identifica con la azafata de melena oscura y grandes ojos
negros que atendió su petición de acompañarla al baño en
dos ocasiones. El largo trayecto está a punto de concluir.
El cinturón bien abrochado, la espalda ajustada al
respaldo del asiento y la mirada repartida entre los movimientos
de sus acompañantes y la parte trasera de la
butaca de delante. Nada de ello oculta la incertidumbre:
¿habré acertado con mi vuelta?, todavía no se ha acabado
la represión, y se justifica de un modo que parece más un
consuelo: mis manos están limpias de sangre, además, de
México vengo cargada de años, no creo que el Régimen
se quiera ensañar con una vieja..., aunque no hay que fiarse
del monstruo, la dictadura despierta de vez en cuando
con sones de madrugada. La mujer que salió al exilio era
muy diferente. ¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera
vez?, tú eras una mujer ya madura, algo redondita, que
irradiabas energía y temperamento… ¡qué brío tenías para
trabajar!, le evocaba con cariño el viejo doctor Guzmán
el día que fue a despedirse, antes de iniciar este viaje de
vuelta a España. Había pasado casi una década en el departamento
de Prevención Social bajo sus órdenes, hasta
que ella lo relevó al frente del mismo.

Mirando con fuerza en su interior, absorta en sí misma,
siente una especie de bronca vacilación que le embiste el
ánimo, no encuentra la tranquilidad para sosegar el flujo
de sus neuronas. Cierra los ojos. Escarba tratando de
buscar explicaciones a muchas preguntas que no están en
su mano contestar. ¿Qué pasará?, es lo que más repite su
silencio. El mundo que está al otro lado de la coraza metálica,
que aún la protege, es extraño para ella. Instalada
en esa duda aguarda en su asiento, propincuo a la ventanilla,
a que el avión inicie la maniobra de aterrizaje. Por
momentos ésta parece no llegar nunca. Las vueltas sobre
el cielo de Madrid se hacen interminables. La inminencia
del contacto con el suelo y las demandas de sus compañeros
de viaje se mezclan ahora con los recuerdos de aquel
tiempo lejano cuando salió de España. Todo se agolpa por
momentos con el otro trasiego de sensaciones que no cesan.
Se le representa la última mirada que lanzó a tierra
española antes de cruzar la frontera. La recuerda reflejada
en miles de ojos. Ojos apagados en las mujeres, ojos tristes
en los niños, ojos derrotados en los soldados. Todos saliendo
junto a ella. Y la ve mezclada con las imágenes que
se abren paso ahora a través de los cristales, ligeramente
ahumados, de sus gafas de pasta negra. Y todas al tiempo
las deja penetrar, ensimismada, abstraída, a través de su
iris azulado. No vaya a dormirse ahora, señora, estamos a
punto de aterrizar…, estará cansada, ¿verdad?, llevamos
más de doce horas de vuelo…, escucha decir, como si fuera
un eco lejano, en las voces de sus acompañantes.

Cuando era pequeña asistía a la escuela de doña
Concha. Situada en una casona cerca de la iglesia de la
Magdalena, con un patio generoso en macetas que las niñas
salían a menudo a cuidar, se convirtió en una especie
de teatro al aire libre donde empezó a gestar un estrecho
vínculo de relaciones con muchas niñas de posición so-
cial menos aventajada que la suya. A ella la llevaron con
cinco años, porque ya había aprendido a leer. A pesar de
ser de las más pequeñas, su facilidad para la lectura, la escritura
y otras habilidades pronto la situaron al lado de
la maestra con el honorable cargo de ayudante —así era
como la llamaría a partir de entonces—, para socorrerla
en determinadas tareas escolares, sobre todo las más repetitivas.
Aliviaba así a la maternal y oronda doña Concha,
de semblante bondadoso y apacible, de la pesadez de las
largas jornadas escolares. El puesto de ayudante granjeaba
a su poseedora un cierto estatus en el grupo. Si se ausentaba
la maestra de la clase, algo que se fue convirtiendo en
una costumbre cada vez más frecuente por la carga de los
años o la perentoriedad de echarle un ojo a la olla puesta
al fuego o la compra de pescado fresco, la ayudante se quedaba
al frente de la clase asumiendo funciones de vigilancia.
Pero no menos noble era el desempeño, cuando doña
Concha necesitaba ayuda para ocuparse de las alumnas recién
llegadas o las más rezagadas, de auxiliarla en la tarea
de enseñarles a leer y a escribir. Entonces era ella quien
les tomaba lectura y guiaba los trazos de su caligrafía. En
esos años su máxima aspiración cuando fuera mayor era ser
maestra. Inundaba casi a diario los oídos de sus padres con
este anhelo. Pero esta vocación acabó pronto, nada más
salir de la escuela, cumplidos los diez años, porque su padre
veía que allí adelantaba poco en álgebra y geometría. Era
lo que le decía como justificación a las quejas de Matilde
por semejante decisión.

¿Dónde habrán quedado las cartillas que te enseñaron
a leer o el tintero que recogía la tinta de tus primeros trazos
o los libros que te abrieron la ventana al mundo miserable
y despiadado con el débil de las historias de Dickens?
Seguramente de la escuela de doña Concha no te quedará
ni rastro, o quizá estemos equivocados. ¿Cuándo abando-
naste aquel deseo de ser maestra? Ni siquiera ya lo recuerdas,
o tal vez lo has guardado celosamente en uno de esos
cofres que solías utilizar para custodiar tus enigmáticos tesoros,
lejos de cualquier mirada con vocación de fisgoneo,
y que se fijaron a un tiempo ya tan remoto. Después, con
aquellas lecciones de Freud, te interesaste por el conocimiento
de otras mentes más trastornadas y perversas que
la mera pauta que marcaba la psicología infantil en una
escuela, aunque tu madre siguiera en el empeño de que
fueras maestra nacional. No te importó su opinión ni la de
tu padre. ¿Te acuerdas aquel domingo, apenas cumplidos
los catorce, que te plantaste en la puerta de la iglesia resuelta
a no entrar? Menudo sofocón se llevaron tus padres.
Después de tu confirmación poco te vieron en ceremonias
religiosas, si no fuera por aquellas imposiciones que cada
vez se mostraron menos severas, más ineficaces.

Era una tarde lluviosa del mes de abril de 1968. El avión
de Iberia estaba concluyendo la maniobra de aterrizaje en
la larga pista del aeropuerto de Barajas. Avistaba la terminal
de internacional con la ingrávida pesadez de las varias
toneladas de metal que cortaban el aire. Majestuoso, con
un ruido silbante y ensordecedor, descendía hasta tocar
con sus enormes ruedas encauchadas, en un alarde de suavidad
inaudita, el negro y liso asfalto de la pista, lineal,
alargada, expedita. A través de la ventanilla, el horizonte
de un cielo plomizo, primaveral, era recortado por la línea
sinuosa de un terreno informe. Amenazaba con seguir
descargando agua el resto del día y, tal vez, toda la noche.
El avión se paró, definitivamente, provocando una sensación
de calma en las agitadas entrañas de los viajeros que
suspiraban con volver a poner los pies en tierra firme. Se
aliviaba tanta zozobra que a buen seguro se habría agitado
en el pesimismo de algún que otro pasajero porque aquella
enorme nave se pudiese detener allá, en las alturas, desplo-
mándose irremisiblemente en caída libre como un cuerpo
inerte, a merced de la fuerza de la gravedad. La pareja
de recién casados es posible que compartieran semejante
pesimismo. Durante la maniobra callaron y contuvieron
sus anteriores diversiones asidos con fuerza de las manos,
hasta que mostraron de nuevo esa sonrisa robada que les
había acompañado todo el viaje.
—¡Uf, por fin! —resopló el joven esposo, depositando
su mirada en la anciana acompañante.
La joven esposa tenía la cara lívida, impresionada, con
una expresión casi fingida. Asintió a su compañero con la
cabeza, y dijo:
—Es verdad, es verdad, es verdad… —como si a fuerza
de repetir soltara la tensión.
—¡Ay, señora!, el susto no se lo quita uno del cuerpo
hasta que no ve el avión en el suelo, ¿a usted le pasa lo
mismo? —le preguntó el joven.
—A mí también me pasa lo mismo, es normal… —quiso
solidarizarse con el pánico de sus acompañantes.
—¡Pues yo he tenido el miedo metido en el cuerpo desde
que salimos! —dijo la chica, apresuradamente.
Y los dos reafirmaron su pánico al recordar las turbulencias
que zarandearon la nave, como si fuera una veleta
a merced de un viento huracanado, en algunos momentos
de la larga travesía sobre el Atlántico. Matilde les respondió
con un sonrisa.

Los pasajeros, movidos en su mayoría por la impaciencia,
se desabrochaban con nerviosismo los cinturones.
Cogían sus bolsos de mano e iniciaban la marcha pasillo
adelante para salir al exterior cuanto antes. Una rubia azafata,
apostada al final del pasillo, junto a la rectangular y
curva oquedad que se había abierto en el hermético habitáculo,
los observaba. A su espalda se colaba un flujo
descarado de aire vespertino, fresco y húmedo. La chi-
ca, vestida con un uniforme azul turquesa, esgrimía una
sonrisa de película, al tiempo que despedía con estudiada
amabilidad a los que ya emprendían la bajada por la alta
escalera metálica, dispuesta con diligente precisión por los
operarios que pululaban alrededor de la gigantesca nave.
Matilde, sentada aún en su asiento, deseaba suerte a sus
acompañantes:
—¡Buena estancia, y que seáis muy felices!
—Seguro que sí, señora, tengo todo lo que necesito: el
amor de mi chamaquita —susurró con voz empalagosa el
joven, mientras su reciente esposa sonreía ruborizada por
el halago—. Venga con nosotros, la acompañamos —prosiguió
el entusiasta marido.
Agradeció en silencio el interés del joven esposo, sin reparar
que aquellas palabras serían los últimos sones mexicanos
en vivo que llegarían a sus oídos en el resto de su vida.
Abstraída de las conversaciones murmuradas y los gritos
nerviosos que proferían el resto de pasajeros, a la espera
de que se aliviara la cabina, y así evitar la incomodidad y
la estrechez de la hilera de personas que pronto habían
formado en el angosto pasillo los más impacientes —un
territorio, a todas luces, poco aconsejable para sus cansadas
piernas y la escasa agilidad de su cuerpo—, aguardó el
tiempo suficiente a que aquello se despejara. La chirriante
tempestad de conversaciones fue dejando paso a una calma
acústica, interrumpida por la voz suave y armoniosa de
la rubia azafata. «¡Feliz estancia en España!», repetía a los
últimos pasajeros que abandonaban la cabina.
Aclarada la riada humana de los primeros instantes,
disipada la multitud de voces que se adueñó del aire cada
vez más fresco del interior, un cosquilleo recorrió todo su
cuerpo, como cuando en su infancia se impacientaba a la
espera de recibir el regalo especial de cumpleaños con el
que siempre la sorprendía su padre. Ansiado desde varios
días atrás, interrogaba a su progenitor para que le desvela-
ra de qué se trataba. Ante la imposibilidad de descubrirlo
por esa vía, buscaba por todos los rincones de la casa,
como si de un tesoro oculto se tratara, con la ilusión de
descubrirlo cuando nadie estuviera cerca. A medida que
no lo encontraba su expectación y su nerviosismo crecían.
Ya quedaba poca gente en la cabina, le tocaba abandonar
aquel habitáculo enmoquetado. Una mezcla de emoción,
intriga y vacilación estremecieron por un instante el
equilibrio mental que trataba de mantener. Dos lágrimas
recorrieron lentamente sus mejillas redondeadas, inauditamente
exentas de arrugas, hasta finalizar su recorrido en
la comisura de los labios. Se confundieron con la humedad
de la saliva, impregnando toda la boca de un ligero sabor
salado. Mas sólo dos lágrimas se permitió verter, no se podía
dilatar mucho el estado de las emociones en semejante
momento. Un coche policial estaba aparcado en las proximidades
de la pista. Esperaba expresamente la llegada de
aquella viajera que, hasta entonces, no había despertado
la menor atención del resto de los pasajeros.
Con paso lento, pero firme, fue bajando la escalera del
boeing apoyada en su bastón. Desde hacía poco más de cinco
años se había convertido en su tercera pierna, para ayudar
la debilidad que aquejaba a las otras dos, no se sabía si
como consecuencia de la edad o de algún que otro achaque
reumático o de ambas cosas a la vez. Uno tras otro fue dejando
atrás los escalones metálicos, a los que se adhería,
como si de una lapa se tratara, la contera de goma de su
bastón. A cada paso, mientras México quedaba un poco
más lejos en la distancia, la tierra española estaba más cerca
de recibir la caricia de la suela de cuero de sus botines marrones.
Se tomaba su tiempo en cada peldaño, como si de
un ritual largamente esperado se tratara y no la exigencia
de su condición física. Ayudada por los ojos vigilantes de la
azafata, que poco antes le había ofrecido su azulado brazo,
proseguía: respiraba profundamente llenando sus pulmones
con un aire que no había olvidado, miraba a todas partes
con la avidez celosa de un niño expectante y hacía todo lo
imposible por sujetar las emociones antes de dar cada paso
para sortear el siguiente peldaño de la escalera.

A la puerta de un gran coche negro había dos individuos
trajeados que fijaban su mirada hacia los últimos
viajeros que abandonaban la escalera metálica del avión.
El de más edad no se movió del sitio, tampoco dijo nada
ahora ni en el trayecto posterior, su estatura mediana y su
aspecto barrigudo y algo descuidado le delataban como un
mero comparsa en todo aquel asunto. El más joven, con
aire resuelto, atento como si esperara turno en la cola de la
carnicería, salió a su paso, se presentó con delicadeza como
el inspector Julián Ortega y añadió con modales exquisitos
que los acompañara. Poco más de treinta años debía tener
aquel inspector, bien trajeado, delgado, de cuerpo espigado
y complexión fuerte, seguramente llevaba poco tiempo
incorporado al servicio en este cargo, si había lugar ya
se lo preguntaría. Sus ojos negros, bien abiertos, serenos,
habían seguido los pasos de aquella señora cercana a los
setenta años durante su parsimoniosa bajada de escaleras.
Permaneció todavía un instante delante de él. Allí estaba,
apoyada en un bastón que empuñaba con pericia, algo cargada
de hombros, con el rostro esclarecido, simpático, de
carnes rosadas, limpio de arrugas para su edad, esbozando
una sonrisa atrevida, limpia, apacible, capaz de disimular
los síntomas de fatiga y cansancio provocados por un viaje
tan alargado.
—Me ha reconocido usted pronto —le expresó ella
en tono amistoso y halagador al joven inspector, tratando
de establecer desde el primer momento una atmósfera
de cierta empatía que desterrara cualquier atisbo de imagen
monstruosa que al chico pudieran haberle descrito
de aquellos que perdieron la guerra, como parte, según
intuía ella con más o menos acierto, de ese entrenamiento
al que sometían a los jóvenes policías armadas en las
academias.
—La verdad es que su rostro no es muy diferente del
que representa la foto que tenemos de usted —le aclaró el
inspector en el mismo tono cordial, palabras que tranquilizaron
algo el ánimo de Matilde.
—¿Y mi equipaje?
—Por el equipaje no tiene que preocuparse, ya lo llevarán
al sitio donde le aguardan a usted —repuso el joven,
aliviando un poco más a la pasajera.
Por un momento pensó que a buen seguro las nuevas
generaciones de miembros de la seguridad del Estado debían
ser gentes con un talante diferente a los que habían
sido formados en los momentos más duros del Régimen,
pero prefirió mantener cierta cautela porque aquel joven
tampoco le había dado sobrados motivos para familiarizar
el trato. El silencio posterior, nada más subirse los tres al
coche negro, no aclaró mucho acerca del lugar a donde la
conducían. La primera conversación no pasó de la atenta
urbanidad con que fue tratada. Nada se decía del lugar a
donde la llevaban. Tanto misterio volvió a sobresaltarle el
ánimo, aunque no lo demostrara externamente, había que
seguir aparentando tranquilidad y hacerle ver a sus improvisados
anfitriones que nada tenía que temer. Todo discurría
en un halo tan hermético, con tanta ausencia de novedades,
tan ceremoniosamente rutinario, envuelto en un
aire de insondable misterio, que no hacía presagiar lo que
ocurrió unos segundos después: tuvo que llamar la atención
del inspector Julián Ortega para alertarle que aunque
venía de tan lejos y había pasado casi treinta años fuera
de este país, no por su voluntad —le recalcó—, seguía
teniendo familia en España y quizá estaría allí esperando
para saludarla. Una gente de orden, como se reconocía
a los buenos patriotas, pero a tanto no llegó el alcance
de sus palabras. Sólo lo pensó. Y no como ella que, a la
luz de este trance y de los muchos pasos que hubo de dar
ante la representación española en México, hasta obtener
el permiso que habilitara su regreso, parecía una persona
sospechosa y sometida a cautela administrativa.
—Perdone por no preguntarle si había venido alguien
a recibirla —se excusó atentamente el joven inspector, y
ordenó al conductor que parara junto a la sala de espera de
la terminal de internacional.
—Son cosas que pasan —quiso ella restarle importancia
al despiste del inspector—. Nunca me hubiera perdonado
no hacérselo ver, sobre todo por los que me esperan.
—A veces uno hace estas cosas con demasiada dependencia
del reglamento y no recuerda que maniobramos
con personas.
Estas palabras llegaron cálidas a los oídos de Matilde.
Le insuflaron otro poco de ánimo y afianzaron su opinión
favorable hacia este inspector. Quizá en el camino hacia
Madrid, pensó, tendré oportunidad de entablar una conversación
más extensa que este mero cruce de palabras que
hasta ahora hemos tenido.

Había sido hija única. Sus padres hacía bastantes años
que murieron. Su madre antes del exilio, y su padre con
la pena de no haberla podido abrazar. Sólo unas cartas repletas
de palabras y de cariño cruzaron el Atlántico para
mantener vivo el contacto y acrecentar la desdicha de no
tener cerca a su preciada hija. Pero sí contaba con algunos
primos y primas, los mayores de su misma edad, con
los que había compartido los años de infancia en las hermosas
calles del barrio de la Magdalena, repletas siempre
de gentes que acudían de todos los lugares de la ciudad y
de la provincia a hacer las compras en los numerosos comercios
que se concentraban en esta zona de la ciudad de
Granada. Los juegos infantiles en la calle, los divertidos
paseos las tardes de los domingos por las amplias explanadas
del Salón, los refrescantes helados que con artesana
paciencia elaboraban en la heladería situada frente a la
basílica de la Virgen de las Angustias o las largas tardes de
verano aderezadas de juegos y lecturas bajo la sombra del
hermoso tilo del carmen de La Zarzamora, componían una
parte esencial de los numerosos recuerdos de una infancia
vivida intensamente.
Hasta Madrid se había desplazado su primo Antonio,
hombre de una buena posición económica dedicado al cultivo
y envasado de productos de huerta en la vega granadina.
Y Javier, el hijo menor, que siempre estaba dispuesto a
acompañar a su padre en cualquier viaje. Fueron los únicos
miembros de la familia que se atrevieron a desafiar una
carretera inacabable que hasta Despeñaperros agotaba con
sus continuas revueltas, y que sólo al llegar a los llanos de
La Mancha se abría en una linealidad sorprendente que
celebraban los que abandonaban el serpenteante trazado
andaluz. Pero no era menos gravoso el viaje para quienes
se apuntaban al tren, que armados de paciencia debían
soportar un trayecto plagado de incomodidades. Antonio
había preferido coger su Renault recién estrenado, darle
gusto a su obstinado hijo y regresar a casa con la prima a
bordo. Después de que la recogieran en el aeropuerto irían
a casa de un paisano, donde pasarían la noche, y quizá permanecerían
otro día más si la prima tenía interés por estar
más tiempo con sus amigos, y tal vez a la mañana siguiente,
muy temprano, saldrían descansados para Granada con
la seguridad de llegar en menos tiempo de lo que lo hacía
el tren nocturno.
A Antonio y su hijo se había sumado un numeroso
grupo de personas: viejos camaradas, con los que Matilde
mantenía una correspondencia habitual y a los que
también tenía al tanto de su llegada. Todos residentes en
Madrid, traídos de la mano de su gran amiga Clara Mar-
tínez, a quien Antonio localizó la tarde anterior, según
las señas que la prima le había facilitado. «Una mujer de
gran valor y mérito, a pesar de su menuda estatura —le
había escrito a su primo en la carta donde le requería que
la localizara—. Antonio, no sabes lo mucho que le debo
a esta secretaria de la Casa del Pueblo. Compartí piso
con ella durante la guerra, con ella pasé la difícil prueba
de superar las largas y oscuras noches de ese tiempo,
fue mi confidente en los malos momentos personales…».
Clara, casi ocultada por la impetuosidad de los demás,
fue la primera a quien se dirigió Matilde. Se fundieron
en un abrazo infinito, que tan sólo deshicieron los reclamos
de los otros que esperaban impacientes su turno para
abrazar a la querida compañera.
La emoción del reencuentro con todos ellos, las ganas
de abrazarlos a un tiempo, las lágrimas entremezcladas
como prueba de sentimientos compartidos, los besos, los
abrazos, todas las efusivas muestras de alegría o el abrazo
de gran oso de Luis Arrienda —un vasco de gran corazón,
como lo demostró en los días difíciles del eterno asedio—
no borraron de su pensamiento la responsabilidad de tener
que acompañar a aquel joven inspector de policía que
aguardaba contemplando con aire impávido y distraído la
escena que se desarrollaba a unos pocos metros de él. Bajo
la vigilancia de dos guardias civiles se había permitido
aquel reencuentro en una de las salas de control policial
de la terminal internacional del aeropuerto. Agotados los
minutos concedidos, volviéndose hacia ellos con aire templado
y convincente, Matilde dijo al inspector que era razonable
que le indicaran adónde se iban a dirigir para que
su familia y amigos pudieran ir a su encuentro. «Iremos a
la Dirección General de Seguridad», contestó. Ya sabían
dónde encontrarla.
A modo de despedida momentánea, con un tono optimista,
tranquilizó a todo aquel grupo de caras risueñas,
asegurándoles que este asunto se resolvería en un santiamén.
Pero ella sabía que no sería tan fácil, interiormente
no mascullaba euforia alguna, conocía bien cómo eran
esas cosas de la seguridad del Estado.

Habían venido casi todos los que ella esperaba, y los
que no lo habían hecho seguro que tendrían sobradas razones.
Peor es para los que se quedaron en el camino, los
que murieron en la guerra o en la represión franquista,
pensó mientras salía de la sala, para ellos sólo me queda
su recuerdo. Esta acogida le resultó entrañable, agradecía
el hecho de que estuvieran allí y no la hubieran olvidado
después de tanto tiempo. El hilo del afecto se había mantenido
con unas cuantas letras de cariño escritas en cuartillas
rayadas, cargadas de sentimientos mutuos, que viajaron
durante años de una orilla a otra del océano. Si las
profundas aguas de la inmensidad del Atlántico pudieran
hablar dirían las veces que las sacas de correos albergaban
cartas repletas de afectos y palabras de apoyo, y podrían
hilvanar el relato de unas vidas, consumidas por los años,
disconformes con cualquier atisbo de resignación, dispuestas
a que la distancia no impidiera compartir los muchos
sufrimientos y penalidades, pero también las muchas esperanzas
y nobles sentimientos que formaban parte de su
patrimonio común.
Tampoco pedía demasiado, nada de bienvenidas triunfales.
No había ganado un óscar ni un festival de la canción,
tan sólo venía cargada de modestia y no esperaba más
que a sus familiares y amigos. Esto fue suficiente. Aunque
poco tuviera que ver con aquel otro recibimiento, junto a
dos centenares de exiliados más, en el puerto de Veracruz,
donde les habían organizado una calurosa recepción. La
entrada por el golfo de México en el Quanza, un barco que
milagrosamente les llevó hasta las tierras americanas, con
el pico de Orizaba en lontananza, como si quisiera ser el
primero en darles la bienvenida, les delataba la proximidad
de la costa mexicana y les auguraba el calor humano
que recibirían a la llegada a puerto. Pero la grandiosidad
que les esperaba no impidió que le embargara la tristeza
más absoluta. Estaba a punto de pisar una tierra extraña,
atrás quedaba el horror y la persecución, pero en aquellas
aguas también se disipaba cualquier atisbo de esperanza,
cualquier posibilidad de hacer realidad la ingenua idea
que había cundido en ocasiones entre los refugiados españoles
en el exilio francés: la vuelta a España. No habría
tal opción, el retorno a España se había esfumado nada
más iniciar las tropas alemanas su expansión por Europa,
aunque algunos quisieran pensar lo contrario. Ya sólo le
quedaba la gran incógnita de América, se abría el tiempo
de la gran esperanza, de la leyenda tan escuchada de que
estaban ante la tierra de las mil oportunidades, el mito de
muchas generaciones que habían emigrado en las décadas
anteriores buscando un futuro más próspero en estas
tierras nuevas. Ahora, quizá ahora, pensaba entre tanto
el barco enfilaba el puerto de Veracruz, es mi turno para
hacer las américas.
El recibimiento de este grupo de familiares y amigos
no estuvo engalanado con pancartas ni flores, ni fue tan
mayoritario como el de Veracruz, ni siquiera aparecieron
con un presente de bienvenida, salvo el pastel que Clara
había preparado para agasajar el sentido del gusto de su
golosa amiga, y que tuvo que regresarlo con ella a su casa
para comerlo juntas la tarde siguiente, cuando el panorama
se despejó un poco. Ni tampoco llegaron con una
ayuda económica para cubrir los primeros gastos de los
exiliados, como tenía organizado la Junta de Auxilio de
los Republicanos Españoles en el puerto mexicano. Nada
de esto ocurrió, quizá porque la incertidumbre de estos
momentos aconsejaba cautela o, acaso, porque no estaba
claro siquiera si llegarían a abrazarla. Pero para ella, la sola
presencia de los amigos, el contacto físico de los múltiples
abrazos y las lágrimas que corrieron por las mejillas marchitas
de unos rostros ajados por las huellas de la vejez,
fueron suficientes para ensanchar su gozo.

Los ojos negros del joven inspector insinuaron acompasados
por un ligero movimiento de cabeza, mientras
enarcaba sus pobladas cejas, que era el momento de despedirse
y salir para la Dirección General de Seguridad. El séquito
de acompañantes partió por fin de la sala de control,
no sin que antes los agentes de seguridad se lo solicitaran
al menos dos o tres veces. Ella y el inspector se dirigieron
por una puerta de acceso restringido hasta el lugar donde
les esperaba el otro policía con el coche. Su inicial expresión
de ausencia, como si no le hubiese importado esperar
ese largo rato, se tornó en un gesto adusto cuando miró el
reloj. Entonces balbuceó en tono de reproche: «Ha pasado
más de media hora».