martes, 29 de noviembre de 2016

ABSALÓN, ABSALÓN



Con la entrada de este otoño meterológico, un tanto perezoso, me apetecía leer de nuevo el Absalón, Absalón de William Faulkner. Son una de esas lecturas recurrentes cuando se apodera de uno la confusión y no fluye la escritura. Es una buena táctica. Te recoges sobre ti mismo con una buena lectura y la terapia funciona. Al menos, eso es lo que a mí me ha ocurrido. Es como si pasaras una jornada de senderismo en contacto con la naturaleza, en ella no cabe duda que se reanima ese sentimiento que nos hace recordar que venimos de la tierra. Ambas son buenas estrategias para revitalizar la energía y hacer que fluya y llene nuestras neuronas.

La lectura de ahora de Absalón, Absalón ha sido profunda, meditada, casi piadosa, degustando la armonía del texto. Es como si me dispusiera a rezar una plegaria, a recogerme hacia dentro para que salga pausada y sentida desde el corazón. Esta novela me marcó hace tiempo cómo debía decir lo que quería escribir, como expresar lo que tanto se atropellaba en el bullir ansioso de las historias de mi cabeza.

En la historia que contiene Absalón, Absalón, el grado de destrucción de las personas, así como la fuerza autodestructiva que hay dentro de todos nosotros, alcanza una insobornable precisión. Las guerras son destructivas, de ellas se sacan pocas ventajas, se esquilma el valor y el espíritu, se horadan profundas heridas, se siegan vidas, aparece el abominable instinto de la devastación. La guerra de Secesión norteamericana fue eso, un cúmulo de furia desatada, de odios que se enquistaron y de ofensas para lacerar la dignidad humana. Transmutó aquel país, Estados Unidos, y sacó del letargo las pasiones humanas, las más bajas y rencorosas, el ensañamiento y el racismo más mordaz.

La legión de personajes que pululan en Absalón, Absalón son el reflejo de todo esto que hemos dicho. A todos se les endureció el carácter y a todos la vida les dio un vuelco.

Durante dos semanas he vuelto a navegar por el río Misisipi y pasear por el condado de Yoknapatawpha, y como Quintín, no he sentido un odio especial hacia el sur.