La figura del antihéroe se ha prodigado en la historia de
nuestra literatura como la mejor manera de retratar las realidades humanas y sociales
de cada época. En El azar y viceversa, la novela de Felipe Benítez
Reyes, esta figura, personificada en el roteño Antonio Jesús Escribano Rangel, ha
eclosionado en el panorama literario actual con una fuerza como hacía tiempo no
ocurría. Incluso, me atrevería a decir, desde que Juan Marsé, en Últimas tardes con Teresa, nos trajo a
Pijoaparte de Ronda hasta el barrio del Carmelo y le abrió las puertas del
barrio de San Gervasio, en aquella Barcelona de los sesenta del siglo pasado, para
que soñara en su delirio.
Benítez Reyes nos presenta a un Antonio ausente de la
conciencia de lo que Jacques Monod entendía acerca del hombre en El azar y
la necesidad, aquello de que estaba solo en la inmensidad indiferente del
universo y que su destino no estaba escrito en ninguna parte. O quizás sí, pues
el joven Rangel, desde su niñez en la Rota tardofranquista y de soldadesca
americana, se dejara llevar sin rumbo definido y por un camino plagado de
curvas, consciente de que en la vida ni “existen los ciclos” y “nada se
cierra”.
El antihéroe por excelencia es el pícaro de la decadente
España de la Edad Moderna. Es, sin duda, la figura de nuestra literatura que
mejor explica los fenómenos del hombre en esa manera de vivir que tiene en
sociedad. Cuando la necesidad apretaba, que era casi a cada minuto, aguzaba el
ingenio para llenar lo más crucial: la barriga y, de camino, sobrevivir
salvando el pellejo. En los años sesenta y setenta del siglo pasado es posible
que cualquier antihéroe se debatiera más en cuestiones metafísicas o de
posición social. Hoy, el pícaro se viste y se mueve de otro modo, ya no tiene
la urgencia de tener que rebuscar un mendrugo de pan, su mayor aspiración tiene
que ver con el lujo, con la ostentación de lo suntuario, acaso con acertar en
cualquier estafa o fraude que se le ponga a tiro.
El Rányer de El azar y viceversa sólo aspira a
sobrevivir, a encontrar el mejor acomodo que cubra sus necesidades, sin
menospreciar ese coqueteo con el ensueño sicodélico de aquel tiempo (no
obstante, dejándose más bien arrastrar por ello, que impulsado por su propio entusiasmo),
sin alardear nunca de mayores aspiraciones, ni siquiera cuando se le presenta
la gran oportunidad del Tunecino, aunque como Padilla, primero, y Jesús,
después, no negará que, sin herederos su jefe, él podría ser quien heredase el
negocio del trapicheo que parecía tan acorde a su condición y modo de vida. El
Rányer es un auténtico buscavidas que, tal vez por necesidad de quedar en paz
consigo mismo, gusta ir narrando esa vida azarosa, llena de avatares, pero que
tampoco despertará el entusiasmo de su protagonista. Una vida, que a lo que parece,
es incapaz de tener futuro y, si me apuran, ni hasta presente. Al final se
convierte (o lo convierten) en Toni, y esa pusilanimidad que no oculta hará que
sea su mujer la que se encargue de comprarle la ropa y más cosas, para concluir
diciendo que “a todo se acostumbra uno”, incluso a que le organicen su vida.
Como buen antihéroe, Rangel, el Rányer, Jesús o Toni, como le
marca cada etapa de su vida, ni siquiera se detiene en los grandes
acontecimientos de su tiempo, esos que cambiaron la historia de este país en
los setenta y los ochenta, cuando moría el dictador y se pasaba de la dictadura
a la democracia, cuando se aprobaba la Constitución del 78 o se celebraban
elecciones, o cuando el socialismo volvía a gobernar cuatro décadas después.
Tanto es así, que casi se pierde, absorto en su realidad, el golpe de Estado
del 23-F, y sólo se entera porque se lo hacen saber antes de irse a dormir,
después de haber caminado sin rumbo por las calles de Sevilla, estirando un
paseo que no le llevaba a ninguna parte. Acaso porque los antihéroes sólo se
fijan en la supervivencia de su espíritu mediocre y apocado, y no se engalanan
con las obras sublimes de los hombres más que para encontrar un pedazo de
quimera que sustente su presente.
El lenguaje utilizado por el autor en El azar y viceversa
está sumamente cuidado, precisamente por el desenfado con que se manifiesta el
protagonista, hasta hacerlo un poco crudo y pérfido, unas veces, coloquial, otras,
pero siempre culto y provisto de una gran fuerza narrativa. Sin duda, la
cuidada escritura de Benítez Reyes nos ayuda a comprender las
incongruencias y los desatinos que acechan a Antonio Jesús Escribano Rangel en
esa trayectoria vital de aventuras y desventuras, en esos avatares que terminan
siempre frustrándole su porvenir, pero que, haciendo bueno el adagio de que
aprietan pero no ahogan, ofrecen siempre una solución, precaria o no, a ese
deambular que a veces resulta tan agónico. Son tantas las contradicciones con
las que convive, y tan pocas las certezas que lo asaltan, que es fácil saber
que cualquiera de nosotros podríamos haber sido un Rangel cuando también fuimos
adolescentes y jóvenes adultos en aquellos años de los setenta y los ochenta
del siglo pasado.
Una lectura más que recomendable: imprescindible en el panorama literario actual.
Una lectura más que recomendable: imprescindible en el panorama literario actual.