Hace unas fechas, Goya Gutiérrez me pidió una colaboración para la revista Alga, que tan magistralmente dirige. En la preparación del artículo, que representa una pincelada de los múltiples recuerdos suscitados en mis viajes a Nueva York, fui leyendo su poemario Pozo pródigo (Olifante Ediciones de Poesía, Zaragoza, 2022). La lectura me trasladaba a muchas de las sensaciones que la Gran Manzana me provocó: reflexiones del caminante que somos, los pasos erráticos vespertinos que buscaban descubrir nuevos horizontes entre las luces cambiantes de las inmensas alturas, o miradas sobre algunas vidas imposibles de ocultar, que solo pretenden sobrevivir en la impostura fastuosa de la ciudad.
Goya no es ajena a este blog, han sido reseñados otros poemarios suyos: A pesar de la niebla y Lugares que amar. Aquí están. Y, adornando su trayectoria poética, otros de enorme talla: De mares y espumas, La mirada y el viaje, El cantar de los amantes, Ánforas, Hacia lo abierto o Grietas de luz.
En Pozo pródigo, su última entrega, Goya Gutiérrez culmina el poemario con una dedicatoria muy especial: “Al poder feraz de la palabra”, el mejor alegato para comprender que la palabra es el valor más importante que tiene el ser humano, capaz de hacerlo más humano, en ocasiones más inhumano, hasta llevarlo al éxtasis del pensamiento. Sin el don de la palabra probablemente estaríamos inutilizados para bucear en el universo de la reflexión.
Y esa palabra, con toda la fuerza de que es capaz de proyectar, nos catapulta en la búsqueda del camino a seguir hacia tantas y tantas promesas que nos hacemos en la vida, como si ese epílogo que la autora nos muestra, “Aguardar el ocaso desde nuestra terraza, / recorrer la vereda crepuscular del riesgo / que nos ha de enfrentar a la niebla y su nada, / mientras puede surgir el asombro, / conjunción luminosa / que ensanche la palabra de agradecer lo dado”, no fuera más que el comienzo de todo.
Pozo pródigo se presenta en dos propuestas: ‘In itinere’ y ‘Amor de trenza, fuerza del carbunclo’. La primera, el camino de los itinerarios de la reflexión que nos sumerge en la mirada introspectiva, hasta reconciliarnos con nosotros mismos cuando todo parece adverso. Compone una suerte de acordes para sintonizar con el yo que nunca deseamos disperso en la vaguedad de los sinsabores del camino, ni siquiera cuando la oscuridad nos inunda: “La noche es una tregua sobre la hoguera que ahuyenta / las alucinaciones / y las vierte en el intenso cuenco del ensueño.”
Y luego, las estaciones, “testigos del tránsito de huellas individuales, / colectivas, / de la duda, la frontera entre el desierto y el oasis”, donde se agolpan los trenes pendientes de la vida, el llanto de la ausencia del primer amor, los recuerdos de tiempos antiguos, los trenes que regresan. Un camino para avanzar por las sombras y las aversiones que convulsionan el sosiego que buscamos sin descanso, donde las imágenes de la desolación, la nostalgia y la intemperie se dirigen a la búsqueda donde hallar tanta paz, tanto amor, tanta necesidad de vivir.
Dejemos que el caminante resista ante todos los avatares que entorpecen sus pasos, que lo derivan hacia la dispersión errática, dejemos que no pierda la ilusión, y así Goya nos lo quiere desvelar: “Pero la caminante se apoya en la esperanza / frente a la aspereza de los desiertos / de encontrar comprensión en el pozo pródigo / de los errantes / que, amplios y perspicaces, / saben distinguir la verdad bajo la arena, la sal, / las piedras o las nieves.”
En el ‘Amor de trenza, fuerza del carbunclo’ irrumpe la casa, metáfora de la calidez que pretende arropar al caminante que, sin descanso, busca el remanso de una paz que los caminos no le han brindado. La casa, el pozo pródigo para el errante. La casa en toda su significación más temporal y material: las sillas, las lámparas, las vitrinas, los platos, las copas, las despensas…, pero también en toda la simbología de hogar donde cobijarnos, donde abstraernos de los peligros que nos acechan, donde ahondar en la reflexión y los recuerdos, donde la poeta recoge con su sutil vasija “los aromas sonoros, los aromas infames, / el rostro de luz y su reverso / a los que dará nombres y entregará.”
La casa donde recordar personas y espacios, sensaciones que confortan, recuerdos de la infancia, emociones que perduran en el tiempo como asidero de la vida, como si en ella el tiempo ya no existiera: “Hoy, que no ayer, la casa nos abre sus entrañas. / Alumbra tras los muebles la dulce mansedumbre.”
Pozo pródigo, el poemario de Goya Gutiérrez, que cautiva en su caminar lento y sonoro, de versos que encierran mundos por descubrir; los nuestros, los primeros. Pasos que nos llevarán hasta los rincones que se esconden en nuestro pensamiento, los de antes y los de ahora, los que son el tesoro de la memoria.
Gozoso vuelo del poemario.
ResponderEliminarFelicitaciones a Goya.
Poesía siempre necesaria.
Saludos.