De Manuel Vilas nunca había leído nada, hasta que ha aparecido Ordesa. De
este autor he escuchado y leído sobre algo de lo que tiene escrito que, aparte
de mediocres, rayan la trivialidad en las argumentaciones. No obstante,
evolucionamos, y a poco que nos miremos, percibimos nuestro crecimiento como
narradores, y supongo que los demás también. Por eso es un error anclarnos en
un texto o dos, o los que sean, de hace una década o dos para valorar a un
escritor, necesitamos recorrer junto a él el camino que ha seguido y ver cómo ha
ido fluyendo. Y así probablemente descubramos que la capacidad para narrar se agiganta
con el paso de los años.
Leyendo
Ordesa he sentido el azote de la vida. Ese vapuleo que nos proporciona
de cuando en cuando. Y si el azote se prolonga, es más que probable que en
nuestros textos se refleje la abominación por haber nacido en este puñetero
mundo. Algo de esto es lo que le ocurre a Vilas en este registro literario
marcado casi exclusivamente por lo autobiográfico. Para qué inventar una
historia de la vida, si con la nuestra es suficiente para decir todo lo que
necesitamos decir. Si ya tenemos bastante material con lo nuestro, si somos un
producto bien elaborado por nuestras frustraciones, nuestros miedos, nuestra
rabia, o estar nadando siempre en la mierda que nos rodea, para qué necesitamos
más.
Relatar
lo autobiográfico siempre es un gran recurso literario, pero contar la vida de
uno, de la propia familia, es elevar el ejercicio de introspección hasta el
desnudo total. Parece que este ejercicio literario se está poniendo de moda, aunque
haya precedentes suficientes en el mundo de la literatura, pero últimamente lo
hemos visto a modo de confesión irrenunciable, acaso por mala conciencia o
porque resulte más fácil a la hora de pergeñar una historia. Me ocurrió algo
así con Cae la ira. Y percibí que le ocurrió lo mismo a Antonio Muñoz
Molina en Como la sombra que se va, cuando alterna los avatares del
asesino de Martín Luther King tras asesinarlo y el relato de sus aventuras
nocturnas e infidelidades.
Vilas
hace esto en Ordesa, contarnos sus veleidades con el alcohol y la
infidelidad, aferrándose a las vivencias y a los recuerdos de sus padres. Es
como si ya no nos inspiráramos tangencialmente en lo autobiográfico, sino que
lo autobiográfico se convirtiera en materia explícita de ficción. Eso es Ordesa,
una meditación entre “mi razón de ser y el vínculo con mis padres”, diría Vilas
si pudiéramos poner la definición de su obra en boca del propio autor.
En
la novela subyace el monstruo de la supervivencia en la jungla de la vida,
donde se mezclan las emociones perdidas, encontradas a destiempo, el no saber
qué somos y qué hacemos aquí. En el curso de la narración, la obra está
instalada en un ejercicio de delirio continuo, donde el autor busca pero nada
encuentra. Es la pelea a dentelladas con la vida lo que me atrae de esta
novela, que en nada se parece a una novela, o quizá sí lo sea, aunque no le haga
falta. Lo que el autor pretende es simplemente desahogarse, como nos gustaría
hacer a muchos de nosotros, y no lo hacemos tal vez porque no hemos encontrado ni
el medio ni el momento.
En
el transcurso de la obra se sucede lo inconexo, aunque percibamos que se está diciendo
todo lo que Vilas quiere decir a su manera. Las reflexiones que inundan el
libro, por su extravagancia, improvisación y disparatadas, a veces nos parecen
insustanciales, pero no se puede eludir que en ellas apreciamos también tintes de genialidad.
La
lectura de este libro nos lleva a un ejercicio de desarraigo de la vida, de la
gente, de los vecinos, de los familiares, de los modos de vida, del
convencionalismo que rodea a todo los que nos rodea. Al tiempo que impulsa esta
sensación de desarraigo a momentos en que pudiéramos no estar en este mundo.
Vilas se mueve siempre en la agonía de pensar que en cualquier momento puede
dejar de estar en este mundo, y lo traslada a todo, sea efímero o insustancial.
En
Ordesa, el autor se muestra obsesionado con la muerte, quizá porque en
la muerte, entendida para él como una liberación y remedio de todos los males,
sabe que puede volver a estar con sus padres. Él cree que nuestra esencia de seres
humanos no es más que el reflejo inequívoco de aquellos seres humanos de los
que venimos. Mueres y ya no estás, pero es posible que sí estés en muchos recuerdos,
en gestos, en los objetos que tus padres acariciaron un día. Para él, sus padres
son el espejo, como supongo nos ocurriría a nosotros si nos buscáramos inmersos
en una situación de desesperación existencial como la que él refleja en la
novela. A veces, el autor detesta lo que hacen o han hecho su padre y su madre,
pero inevitablemente es hacia ellos adonde camina en toda la obra.
Ordesa es de esos libros que no te dejan descansar lo suficiente como para que la
lectura encuentre un remanso de calma. Se mantiene viva la llama de la desazón.
La acritud del narrador, que a veces lanza sobre el más mínimo detalle, sea
casero o sublime, tampoco descansa. Las ‘verdades’ las cuenta con violencia y
desesperante brusquedad, en ocasiones con una agresividad insoportable, incluso
desdeñosa, que lleva a la lectura a una intensidad inagotable.
Es
en este registro de narración hosca donde el lector queda embaucado. Vilas se
olvida de la finura en el decir para centrarse en la fuerza del decir de las
palabras y las expresiones que ahondan con mordacidad en las entrañas de la
vida. Y es este el recurso que utiliza, consciente o inconscientemente, donde
se alía con el lector, aunque a ratos la narración se nos muestre confusa y
reiterativa en ideas y reflexiones.
Un
libro para que no te quedes indiferente.
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