Muchas de mis lecturas juveniles vinieron determinadas por
las recomendaciones que nos hicieron los profesores de Lengua y Literatura. Cada
periodo histórico tenía sus lecturas, el que despertó más mi curiosidad fue el Siglo
de Oro. Entre tanta buena literatura y grandes autores, la novela picaresca excitó
mi curiosidad, y la del grupo de compañeros con el que yo más me relacionaba, por
descubrir aquella especie de submundo de gentes sumidas en la miseria que se
afanaban en sobrevivir, frente a lo que era esa especie de ‘espuma de los
hechos’ de los grandes acontecimientos a que se refería Braudel al hablar de la Historia. La literatura siempre nos
colma con historias donde se abordan los grandes temas del amor, el poder…,
pero cada tiempo histórico nos trae temas propios, y en el siglo XVII fueron
las historias de pícaros las que así lo demandaba.
Por entonces recuerdo que leí las aventuras y desventuras de Lázaro,
Pablo, Justina o las de Pedro del Rincón y Diego Cortado. Todas ellas me fascinaron
y vinieron a descubrirme otras facetas de la vida de una España en crisis permanente
y sumida en la miseria, que no me llegaban con los relatos de reyes, nobles,
catolicismo o guerras y tratados, ni con otras obras literarias que ahondaban
en otras miserias humanas, quizás más complejas para entenderlas a través de la
comprensión de un adolescente.
En aquel tiempo, Miguel de Cervantes nos dejó la gran joya de
la literatura universal: Don Quijote de la
Mancha, pero no fue lo único, hubo otras muchas obras que, aunque de menor
entidad, son de una calidad extraordinaria. Entre ellas, esas llamadas Novelas
ejemplares de variopinta temática. A un adolescente como yo la novela picaresca,
casi siempre protagonizada por niños o jóvenes, me atrajo. Rinconete y Cortadillo fue una de esas novelas de Miguel de
Cervantes (tan cortitas en extensión que no asustaban como otros ‘tochos’
pródigos en páginas) que me despertó la interés por saber de qué iba la
historia de dos tipos que afrontaban el reto más primario de la vida: meterte a
diario un bocado en la boca. No eran tipos de aspiraciones enjundiosas, a
diferencia de los hidalgos venidos a menos que mantenían la impostura de la
apariencia social, cuando no la soberbia, se trataba de individuos que no
escondían sus miserias ni defectos porque en ellos sólo primaba la aspiración
por tener una vida que les proporcionara el sustento.
Aquellas vidas llenas de infortunios fueron un descubrimiento
colosal, las cosas que les pasaban, o todo lo que eran capaces de inventar para
sobrevivir, me fascinaba. Se convertían en una especie de ‘antihéroes’ que,
aunque no estuvieran dotados de grandes ideales, al menos a través de sus lances
denunciaban realidades sociales plenas de injusticias y desigualdades. Rincón y
Cortado tenían una edad similar a la mía en el tiempo que leí sus desdichas, era
como mirar por una ventana y ver lo que les ocurría a dos jóvenes como yo o mis
amigos en un tiempo tan diferente al que vivíamos nosotros.
La España del siglo XVII fue la que soportó la caída de un imperio,
cada vez peor gestionado y más obsesionado por mantenerse, y como todos estos periodos
decadentes de la Historia extendió tantas miserias y privaciones que la literatura
encontró un filón donde construir muchos de sus relatos. La miseria estaba
extendida por todo el territorio nacional, pero Sevilla, que era la puerta de
América por donde entraba la riqueza que España era incapaz de producir, se
convirtió en una ciudad anhelo de los que creían que podrían encontrar en ella
alguna oportunidad y las migajas que se desprendieran de tanto tránsito y
mercadeo de productos. Esta ciudad se convirtió en el lugar propicio para acaso
encontrar ‘algo’, y a ella se dirigieron nuestro Rincón y Cortado para ver si les
llegaba la oportunidad también a ellos. La triste realidad es que por su puerto
entraban galeones provenientes de América cargados de riquezas, pero en poco
repercutían en la población allí asentada o del resto del territorio nacional, porque
el destino lo tenían hipotecado: la devolución de monstruosos préstamos a los
grandes banqueros europeos, sobre todo, y otros gastos en campañas militares. Si
leemos la obra de Earl J. Hamilton, El
tesoro americano y la revolución de los precios en España 1501-1650, o La Sevilla del siglo XVII de Antonio Domínguez
Ortiz, podremos saber un poco más de esto.
Ahora que también vivimos un tiempo de pillos y granujas, nos
vienen como anillo al dedo aquellas historias que se cuentan en la novela picaresca
española, y especialmente este Rinconete
y Cortadillo. Aquellos buscavidas los tenemos ahora, no en los estratos más
populares y míseros de la sociedad del siglo XVII, sino en la órbita del poder
y en su entorno de bambalinas de la España del siglo XXI. Aquí es donde encontramos
no a un único Monipodio, sino a cientos de ‘monipodios’ que han deshonrado y
mancillado la vida política y social de nuestro país. Aquellos pícaros cometían
sus tropelías en una España decadente y de miseria generalizada, los de ahora
las cometen en una España ‘moderna y aseada’, pero engolfados en la avaricia y
la impudicia.
Hoy que es 23 de abril, y en el mundo de las Letras
recordamos a la figura de Miguel de Cervantes, he querido traer a la memoria de
este ‘Mi espacio literario’ las sensaciones que me produjo en aquellos años de
bachillerato leer a Cervantes, no sólo su Quijote, también algunas otras de sus
obras, especialmente esta de Rinconete y Cortadillo,
que con tanta curiosidad devoré después de haber leído a Lázaro de Tormes.
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