Cae La Ira
de Antonio Lara Ramos
Francisco Hernández Cruz
El pasado mes de
noviembre, en plena septena de la “Virgen” mi buen amigo Antonio Lara volvió a
visitarnos, concretamente en la
Escuela de Arte, para presentarnos una nueva novela, Cae ia ira , publicada por Ediciones Esdrújula,
colección “Sístole”, 27, de Granada. Edición más que válida, por los estilos
utilizados, que dotan al texto de una mayor facilidad de lectura. Estructurada
en tres partes (El viaje, La represalia y Cae la ira), divididas todas en
capitulillos sin numerar, pero separados con espacio superior al normal.
En
esta nueva entrega de su ya tan dilatada obra regresa a los inicios, la novela
histórica. Pero ahora lo hace centrando la acción no en la República y consiguiente
conflicto bélico, sino en aquellos dificilísimos años, más conocidos por años del hambre, de la inmediata
postguerra, la década de los cuarenta del pasado siglo, recién terminada la Guerra Civil. Ya dijo el
estudioso que lo peor de esta es que los contrarios, vencedores y vencidos,
permanecen en el mismo país, a diferencia de las otras contiendas en las que,
al finalizar, cada adversario regresa a su origen respectivo. Este permanecer
en el mismo lugar provoca situaciones que llevan el enfrentamiento más allá del
final bélico, incluso a la enconada rivalidad personal, porque, como advirtió
el bueno de Feijoo en su Teatro crítico,
“Apenas hay hombre que no tenga algo de bueno, ni hombre que no tenga algo de
malo; hombre sin algún defecto, será milagro; hombre sin alguna virtud, será un
monstruo”. Y estas irrefutables afirmaciones conllevan situaciones de
represalia, desquites y venganzas, por un lado, y miedos, silencios y
padecimientos, de otro, que difícilmente se olvidan en la inmediatez del cada
día… Y este daño moral, e incluso físico, que recibe la humanidad es
inversamente proporcional al medio en que habita: cuanto más pequeña sea la
población, mucho más enconada y persistente es la situación, en tanto la gran
ciudad la va diluyendo, poco a poco, consecuencia de la falta de roce diario de sus habitantes. Pues bien, esta es la
acción, ¡tan comprometida!, que desarrolla Cae
La Ira , con
valentía y verdad expositiva.
Narrada
en primera persona, por boca del segundo de los vástagos varones de una familia
numerosa (matrimonio y cinco hijos), con baja, por no decir con ausencia total,
de cultura, solo con la popular que concede la experiencia vital de una aldea
rural jienense, Noalejo, de aquellos tiempos.
El
padre, Pablo Alcalá, “desde niño no se ilustró en otra cosa que no fueran las
labores del campo y la manera de soportar las jornadas de sol a sol, sin que
mermara la ilusión por hacer algo grande algún día”. Con tan pocas palabras, el
autor nos refleja las dos características fundamentales de su persona:
resignación y firmeza ante el duro trabajo, y esperanza en un futuro mejor.
Ante la necesidad imperiosa de dar el sustento a tan numerosa prole, se ve
contrabandeando por un espacio conocido: el que le lleva desde su Noalejo hasta
Bailén, y regreso. El tabaco en cuestión, adquirido en la vega granadina y
secado en la casucha que habitaban, daba para ir tirando una temporadita,
siempre que no fuera requisado por la Guardia Civil , que, como bien conocemos, era una
de las misiones que tenía encomendada, si no la más importante. Para evitar su
presencia, el viaje se hace fuera de los caminos usuales, a través de veredas
por los montes y sierras, deteniéndose únicamente lo imprescindible para que
descanse la burra y “estirar los pies”. Se sabe enfermo. Ante la imposibilidad
de “hacer algo grande” por sí mismo, decide lo logre su hijo, Pablo también:
que ingrese en la Guardia Civil ,
a pesar del convencimiento comunista que tenía, y consciente del gran
impedimento que ello implicaba. Tiene fe ciega en dos influencias (enchufes, vulgarmente):
su alcalde y el capitán de la
Guardia Civil de Bailén, que es familia de una prima retirada
de su mujer. Este es, a mi entender, el “meollo” de la novela: un hombre
honrado que, pese al trato recibido por la “vida”, no pierde su confianza en ella
y, como tantos y tantos andaluces que conozco, “quiere lo mejor” para su hijo;
en este caso, que disponga de un trabajo y salario fijos. No logrará su
objetivo. “Estaba tan delgado como un junco y al andar se le veía medio
doblado” (82) y además, el campo, la fabricación de jabón en la casa, para
vender, y el tabaco, provocan una tos que se hace crónica, lleva a una
tuberculosis y, sin dinero, a la muerte prematura.
Por
boca de la madre, sabemos “Que los pobres siempre tenemos la ruina encima” (75)
y se trata, según su segundo hijo, Mariano, de una “Mujer sosegada,
parsimoniosa hasta la desesperación -y un poco tartaja-, con más temple que mi
papa, ponía en aquella casa la dosis de sentido común que a otros miembros de
la familia les faltaba” (86). Como en el caso anterior, ¡qué pocas palabras
precisa el autor para una acertada descripción! Junto a su marido conforma un
matrimonio sin fisuras. Ambos se apoyan siempre, hasta en las dificultades más
“preocupantes” del momento:
“-A
ver si van a venir [la Guardia Civil ]
a disponer en nuestra casa. Que cada uno gobierne la suya, nosotros sabemos lo
que tenemos que hacer con nuestros hijos” (90).
Tan
unida está a su esposo, que, con su falta, al poco le sigue, sin que enfermedad
aparente le afecte…
Los
hijos, interiormente, son dignos neófitos de sus padres y, aunque los tiempos
cambian, sabemos que dos, nacidos entre Pablo y Mariano, fallecieron. Antonia,
la mayor de las hijas, desde los doce años anda sirviendo en casas de ricos, y
ahora se encuentra en la capital. Pablo, el varón mayor, siete años más que
Mariano, el que cuenta la historia, “ahora andaba leyendo unos libros muy
gordos porque quería ser guardia civil” (15), posteriormente les recitará de
memoria al resto de la familia los conocimientos adquiridos. Mariano, de entre
once y doce años, aunque ha dejado de ir a la escuela de don Florencio, posee
una inteligencia innata. Sabe comprender las situaciones, tanto infantiles como
entre mayores y, en consecuencia, actuar: calla cuando interesa, y está dispuesto
a defender a su familia, con todas las fuerzas de que dispone, pensamiento
incluido. Josefa, unos meses menor, se escapó de la muerte, años atrás, gracias
a la actuación del médico, don Pedro Anaya, que “Debió mandarle algo milagroso:
unas pastillas y mucho caldo de gallina” (16). “A la niña se le abrieron las
ganas de comer. En una semana estuvo otra vez como era ella: nerviosa y
dispuesta para todo”. “De ahí vino la confianza hacia don Pedro. Pero también
en lo que se brindó con mi hermano mayor cuando empezó lo de su interés por ser
guardia civil” (17). Solo resta el menor, Rafael, que “tenía un pie ladeado.
Dicen que nació así, pero yo creo que fue de cuando le dieron unas fiebres”
(15).
Dos
hechos luctuosos impiden los anhelos de padre e hijo respecto a la Guardia Civil. El
ajusticiamiento del tío José, que, como toda la familia, tenía vínculos con el
partido comunista, y el asesinato de don Pedro Anaya, médico y alcalde del
pueblo. Por aquella vinculación familiar, el comandante de puesto, sargento
Barrientos, se niega a dar curso a la solicitud, a pesar del capitán Sánchez,
pariente de… Y, con la muerte de don Pedro, el nuevo alcalde y Jefe Local del
Movimiento rechaza otorgar el Certificado de Buena Conducta… Queda frustrada
toda intentona.
Estos
hechos, acaecidos en un espacio muy concreto (círculo que abarca Bailén,
Noalejo, Campo Cámara y Huelma), definido con exactitud, sobre todo las veredas
del viaje de la primera parte, junto con los detalles narrados -aquí, por
supuesto no están todos- conforman un todo (cronotopo, se empeñan en llamar
estudiosos actuales) compacto y cerrado que da idea fidedigna de una situación
y hechos de aquella España de la postguerra que ojalá no se repitan jamás.
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